Lloraba la hierba en la senda de Faldexín

BARBANZA

Coto

Los oscuros faldones de la montaña emanan una paz inquietante

22 ene 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Los recodos del río. Los oscuros faldones de la montaña emanan una paz inquietante, tanta como la de nuestros destinos. Hay una luz invernal alumbrando este silencio y esta calma casi tediosa, esta quietud que respira entre los destartalados cobertizos de las aldeas del valle, que han resistido el inexorable paso del tiempo. Rodeados de grises piedras de granito, cubiertas de líquenes, que no esconden ninguna inscripción. Solo las fechas de construcción de las casas adornan los dinteles de las puertas y las hornacinas, y también las bases de los numerosos cruceiros que se alzan en los cruces de caminos de esta tierra, donde aún hoy en día se escucha el eco de las voces de los maestros canteiros que ya se han marchado para otro reino.

Las ortigas en una pendiente de tierra arcillosa anuncian el terreno reservado a los viñedos de oscuras y retorcidas cepas, entre las que pervive la hierba herida por la escarcha. Un carro de madera duerme en la esquina de un alpendre en la cuesta de Bermo. Al lado, un ordenado montón de leña aguarda para ser quemada. Detrás, un matraquillo rojo y verde reluce en la penumbra: un símbolo de modernidad brilla junto a la tenue piel de la madera. Te sientes pobre. Tanto como la pobreza que corona el espacio que está debajo de una cubierta de tejas de barro, de donde cae la lluvia que humedece el año, año que agoniza lentamente, pingueira a pingueira.

También baja crecida y turbia la corriente del regato de tu infancia, cuyo tramo final está ahora soterrado. En los días en que cambiábamos de calendario, la lluvia había reventado las fuentes de Novelle y Loncres. El agua inundaba la calzada empedrada que desemboca en la Fonte dos Ricos. En los bordes de los caminos, yacían acostados helechos secos. En la senda que divide Faldexín de Arriba del de Abajo, mientras contemplas las viejas viñas de tus abuelos tumbadas sobre la tierra, la hierba lloraba junto a los muros, como ocultando sus lágrimas.

En aquel recogido y abierto espacio, como una cuña de tierra cultivada en medio de un bosque, un claro rodeado de pinos y castaños que tanto teníais recorrido cuando niños; en aquel entorno protegido del viento, gotas de rocío perlaban la hierba que se estremecía cuando ya anochecía. La piedad de los desnudos carballos sostiene en pie la tierra del comareiro, delante del que se extienden con gran descaro silvas y xestas sobre los terrenos abandonados. Hay un hálito en la llegada de las sombras que no sabes nombrar. Las parras destrozadas son como el testigo de la muerte de una etapa de vuestra existencia. Todo lo que ahora las rodea como un pobre espacio colmado de maleza, donde en este tiempo ni siquiera los cuervos se paran, antaño se escuchaba por las mañanas temprano el excelso canto de los hermosos verderoles.

Eras un mozo y estabas internado en un colegio cuando soñabas con este paraje de la infancia. Soñabas con la hierba coronada de rocío en las primeras mañanas de primavera. Por aquel tiempo no podías ni imaginarte que algún día los viñedos de tus abuelos acabarían tirados sobre la tierra, tal como ahora los contemplas con la mirada nublada de tristeza. Por entonces, entre los laureles, había rabiosas riñas entre urracas y cuervos. Y mientras recuerdas piensas: «Este mundo moribundo foi nalgún tempo un reino que nós tivemos entre as nosas mans, compañeiros!».

El aire trae una dulce fragancia a paja húmeda que te evoca el cobertizo de G, donde Gumersindo destilaba el aguardiente y dormía entre la paja de centeno, trigo, avena o maíz. Y al mismo tiempo vas recordando que de palla era asimismo el colchón donde dormía la vieja Esmeralda, figura amiga y a veces temible de vuestra infancia y que, según os tenían dicho, se había vuelto loca por el mal de un amor no correspondido. ¡Ah, el amor! Nos puede salvar o tolear.