Me gustaría visitar Viena en mayo. El 7 de mayo de 1824, un tal Ludwig van Beethoven estrenó su Novena sinfonía en el Theater am Kärntnertor de Viena. Por aquel entonces el músico ya estaba sordo como una tapia, componía sus piezas mordiendo una varilla metálica unida al piano. Escuchaba por la mandíbula, como los buenos boxeadores y los mejores chefs.
Para el estreno de la sinfonía, Beethoven se colocó en su puesto de director, aunque debido a su sordera los músicos tenían la orden de seguir a otro director oculto, el reputado Ignaz Schuppanzigh. Sonó la pieza y todos los relojes de Viena se ahogaron en el verde océano de su melodía. Beethoven, que llevaba años sin pisar un teatro como director, no se atrevió a mirar al público al terminar la obra, quizá por vergüenza, quizá temiendo que su enorme talento se hubiera evaporado junto con su audición. Dándoles la espalda, se quedó haciendo que leía las partituras.
Un violinista se acercó y le instó a girarse. El maestro pudo ver a la gente en pie, aplaudiendo, abrazándose, el teatro temblaba como un único hombre que contempla la sublimación de lo divino. De esa noche escribirían los críticos: «No se puede llegar más alto». Escucho la Novena sinfonía mientras escribo estas líneas, mientras trazo un viaje a esa Viena donde aún reverberan los aplausos al genio alemán…
No se puede llegar más alto, escribieron, y es verdad. Entre susurros hay quien recuerda que aquel viejo, iracundo, sordo, grosero, desesperado y duro Ludwig van Beethoven, al voltearse y contemplar lo que sucedía, se echó a llorar.