Acabó el verano, empieza lo demás. Estaba viendo la tele y dije a mi mujer: ¡Cómo está el mundo, el telediario hoy da miedo! «Estás viendo el tráiler de la nueva peli del Exorcista», contestó. Vaya. Bajé al supermercado a comprar lo necesario para cenar unos choricitos al vino, pero se me olvidaron los choricitos y nos tomamos un vino. Hablamos. En el corazón siempre suceden cosas. El corazón es como una playa vaciándose de gente al caer la tarde.
Cuando pregunto «¿cómo estás?», algunas veces es porque quiero saber cómo estás. Otras veces es para que me lo preguntes a mí y soltarte mi angustia millennial. Cuando hablo del ayer solo quiero hablar del hoy. Buceamos hacia el futuro a ciegas, palpando paredes como cuando vamos al baño de madrugada.
Soy tímido, por eso hablo tanto. Me aterrorizan los silencios porque me siento culpable. Qué bendición son los errores. Cuánto he aprendido de las cicatrices. Solo hay dos formas de estar en el mundo: la quietud o el movimiento. En la primera, el riesgo es bajo y las derrotas son minúsculas. La segunda está llena de incertidumbre, y de luz. Dios me dio alma de avispa, me esperan muchos fracasos, pero me muevo. Siempre me muevo.
Cuando la vida va bien siento que algo malo va a pasar. Tengo arrugas en los ojos que son un garabato de amargura. Mi generación estaba obsesionada con salir de fiesta, algunos se hacían las rayas con la tarjeta sanitaria. Hoy gritamos por internet cómo arreglar el mundo mientras los pocillos del desayuno de anteayer continúan sucios en el fregadero. ¿Qué música se oye? Ah, sí…