
Hace veinte o treinta años se inició en España la fiebre de las glorietas, mudando pronto al sustantivo rotonda por ser más rotundo y para mayor gloria de sus promotores. Se compitió con frenesí en las dimensiones y en los motivos ornamentales, que de los bucólicos parterres mudaron a pedruscos de todo tipo y significado, amasijos de metal variopintos, barcos y hasta aviones. Parejo a tal disparate estético fue el despiporre de costes, llegando a casos de cientos de miles de euros.
Como en la moda de ropa las tendencias en el derroche público son muy efímeras, no tanto por entrar en razón como por la existencia de una legión de políticos con demasiado tiempo libre gestionando mucho dinero, ajenos a la exigencia de responsabilidades.
De unos años aquí, muchos prebostes con mando en municipios —pequeños, medianos y grandes— han descubierto un nuevo campo para dirimir quién la tiene más refulgente: el alumbrado y los adornos navideños.
Tienen la excusa perfecta para intentar cada año el más difícil todavía con total impunidad y son legión los ciudadanos que acuden a ver bombillas y aplaudirles la gracia. Se compite por el árbol más alto, el belén más grande, el número de leds,… ¡se compite en dispendio! Y los presupuestos se han disparado hasta lo obsceno.
No estoy en absoluto en contra de engalanar, destacar o arropar esta u otra festividad. Pero de ahí a la locura actual de muchos ayuntamientos hay un abismo.
Un delirio que se lleva recursos que bien podrían emplearse en mejorar las situaciones y las condiciones que impiden a muchas personas celebrar esa o cualquier otra fiesta. Para que disfrutemos todos.