Más que nostalgia de la lucha obrera. El sindicalismo está de capa caída en todo Occidente, como resultado de la desindustrialización, de la precariedad, de lo que llaman desplazamiento: cada vez menos población se define como clase trabajadora. Quedan lejos las oleadas de conflictividad que en los 80 plantaron cara a los gobiernos de Felipe González, Aznar o Zapatero. Recuérdese la España de la reconversión industrial. En la película Los lunes al Sol, Barden, desde un barco vacío, teorizaba sobre la decadencia de los grandes astilleros vigueses.
Un cansado sindicalista narraba un conflicto actual que afectó a Galicia: el cierre de los astilleros que planearon sus nuevos dueños, asiáticos, sudamericanos o europeos desemboca en la toma de las plantas de los trabajadores y los choques con la policía. En Colapso, el director inglés Loach se planteaba qué respuesta hay que dar a la solidaridad de los necesitados. La respuesta del poder se desliza al autoritarismo, hay oleadas de refugiados y la preocupación no es el trabajo sino la necesidad de cerrar fronteras.
La revuelta en Ferrol y Vigo nos tiene que hacer pensar sobre cuestiones actuales. Te hacen sentir lo abrupto de convertirte en fugitivo, en alguien que dice que eres ilegal porque ese mundo ya no existe. Debieran invitar a reflexionar sobre el riesgo de involución en las democracias, de la brutalidad de la autoridad cuando se enfrenta al desorden público.
Ya no es la lucha de clases el motor de algarada, lo son los bulos y la xenofobia. Las revoluciones del siglo XXI no apuntan como enemigos a los poderosos sino a los parias