Caminaba por la playa del Vilar hace un par de días, queriendo llegar hasta Corrubedo. Sin saber por qué, sentía que no llegaría. Con una ola abro Facebook, con otra lo vuelvo a cerrar y a la tercera lo reabro con culpabilidad. Salta una pestaña «Personas que quizás conozcas», salen muchos rostros que forman parte de otro tiempo y que me miran con cierto rencor. Paso entre una y otra sugerencia de amistad como quien avanza por la arena, lento, pesado, sin esperar redención.
Cuarenta años. Sé que he sido un amigo apático. Esperaba que la madurez me ayudara a convivir con los adioses. Y no. También es cierto que uno se cansa de dar explicaciones como un adolescente siempre pillado haciendo algo que no debe de hacer. Mi corazón tiene su propio jefe de estudios, con gafas de pasta y camisa de cuadros; el rector quiere expulsarme. Todos los días son el día antes del baile de fin de curso. Todos fuimos felices en sitios que jamás existieron.
No fui a mi acto de graduación, sí a demasiados actos de degradación. Cambiaría muchas cosas de mi pasado, todas esas derrotas a cámara lenta. Esta vida a veces solo es un eco de los caminos que no tomamos. Viajo a mi niñez no a la procura de respuestas, sino buscando nuevas preguntas. Y cada jueves me siento a vuestro lado, a confesarme con vosotros con este tono de monjita enamorada.
Mi mujer y mi hija me esperan en casa. Les propongo caminar hasta Corrubedo juntos, y siento que con ellas sí llegaré a donde no he sido capaz solo. Si esto no es la redención, se le parece mucho. Volver es un verbo precioso.