De joven, como muchos otros, viví lo que mi mujer me enseñó a nominalizar como FOMO, acrónimo de fear of missing out. El miedo a perderse algo, ese sentimiento traicionero que te dice que mientras tú estás en pijama estudiando, en el resto del mundo está sucediendo la mejor fiesta de la historia. No salir un jueves en Santiago o un sábado en Ribeira era una tragedia, no digamos ya un Fin de Año. Quedarse en casa suponía perderse un chiste, una pelea o una historia de suma importancia.
Hoy soy un señor que ha vivido, bebido, leído, en paz y en orden conmigo mismo, desacomplejado y vertebrado que puede decir sin miedo no. No al ruido, no al alcohol, no al año pasado, no al año que viene, no a Ramón García, no a los matasuegras, no a los adolescentes con la americana de sus padres, no a los calzoncillos rojos, no al balance de este año, no al ibuprofeno…
Me meto en cama pronto como un anacoreta, disfrutando mientras gente que hace cola en las barras donde suena un horrible reguetón y el baño de mujeres está ocupado por un jambo con la corbata en la cabeza, se replantean su angustia. El 1 de enero madrugo, con un aspecto que exagere mi frescor y voy poniendo gestos de desaprobación a los jóvenes que casi no se sostienen en pie, como yo hace cuatro días, vamos.
Quizá hasta me cuelgue en las barras del parque a hacer unas dominadas, mientras pienso en los langostinos al mercurio que me esperan. Soy a quien hace diez años hubiera llamado soso. Jubilado del alba, ya no formo parte de la ribeirense hermandad de los devoradores de Almax.