
N o es raro leer en la prensa que, de tanto en tanto, muchas estatuas y otros símbolos que se encuentran en el espacio público son dañados, ya sea por gamberrismo, motivos estéticos, sociales, ideológicos... Suelen estar a pie de calle, en paseos y jardines, pero a veces un paisaje idílico lo vemos entorpecido por la escultura de turno puesta por la autoridad política del momento. Estos símbolos y esculturas, además de servir para hacerse un selfi, suelen ser objeto de roturas, robos para aprovechar el metal, burlas, pintadas, y sufren miles de tropelías y destrozos, lo que luego en la prensa denominan vandalismo. No me imagino a los antiguos pueblos vándalos entreteniéndose en derribar las estatuas de los griegos o de los romanos.
De un tiempo a esta parte proliferan las esculturas que bajaron a la calle para mezclarse con los peatones. En Noia tenemos esculturas de los dos tipos. Está el antiguo monumento al escultor Felipe de Castro, montado en 1880 sobre una enorme base de piedra y subido sobre una columna, desde donde se yergue majestuoso e inalcanzable. Esta pieza nunca es vandalizada por los humanos, solo la vandalizan las palomas y las gaviotas que osan defecar sobre sus hombros y su cabeza.
Hay otras esculturas en Noia mucho más recientes, pero pese a estar a la altura de nuestros ojos, no son tan emblemáticas, la gente no las mira tanto, y no son un lugar de encuentro como lo era la de Felipe de Castro.
Muchas veces, las esculturas actuales son solo monumentos que honran a distintas profesiones. A la señora María le regalaron una pequeña escultura que representa a una mujer con una máquina de coser en la cabeza. A ella le enternecía y le enfadaban algunas burlas que hacían a la estatua de las Marías en Santiago, a fin de cuentas habían sido modistas como ella.
Decía Ramón Gómez de la Serna «los ojos de las estatuas lloran su inmortalidad».