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Era viernes y caminábamos por la peatonal, ya estaban puestas las flores dorneiras por todo el pueblo. Daba gusto ver Ribeira soleada, llena, y con ese regusto a salitre y hemoglobina que dejan en el paladar los días previos a la Dorna. Le dije a mi mujer: «Espero que duren las flores». Por desgracia, hay gente que es invierno y odia lo que florece, la gente de Sauron, la peña Voldemort.
No pretendo ir de santurrón, todo chaval de mi quinta se ha llevado a casa algún tesoro que implicaba cierto gamberrismo. Hay quien se llevó un posavasos de un pub, hay quien descolgó un sujetador cutre del tendal de un primer piso de estudiantes y lo mantuvo como trofeo en su habitación, como si fuese un trozo del muro de Berlín, un trozo de historia…, hasta que llega una edad en la que lo ridículo comienza a parecer ridículo. Y lo que la gracia representaba, pecado venial de noches de acné, ya nos brinda más vergüenza que gozo. Así que acaba en la basura.
Todo tiene un límite, que haya que explicarlo es un poco insultante, decían los griegos que resulta estúpido hablar de lo que es obvio. Esas flores son el trabajo que hacen niños en clase, ¡niños! Niños para enseñarles a sus abuelas «mira, esa flor la hicimos nosotros» y restarle gris al mundo.
Al que sustrajo las flores le recomiendo que reconsidere si ese trofeo dignifica el lugar donde lo guarda. Robar a niños, amigo, segundo de primaria, seguro que se lo merecían. Estarás orgullosísimo… Pese a todo, la Dorna seguirá, pues como decía Neruda: podrán cortar las flores pero nunca podrán detener la primavera.