Siempre digo lo que pienso

RIBEIRA

15 dic 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Años atrás, Ramona y Ventura se encontraron en un cruce de Palmeira. Ramona, delgada, enjuta y bastante hipocondríaca, se dirigía a casa de mis padres. Ventura, encorvada, también enjuta y malhumorada, iba camino de su casa:

—Ola Ventura, que ben che vexo!

—Pois eu a ti non che vexo nada ben —respondió Ventura; bien conocida por decir siempre lo que pensaba, sin preocuparse de la falta de caridad que tales maneras pueden conllevar—.

Gracias a esa malévola sinceridad practicada por Ventura (que mejor haría en reservarla para sí cuando se mirase en el espejo), la pobre Ramona llegó a casa de mis padres con la moral más baja que los votantes de Ciudadanos. Otras frecuentes reuniones sociales también se prestan para practicar esa falta de caridad que se enmascara en la zafiedad de decir lo que se piensa. Así, el pasado viernes, papando frío en solitario en la terraza de un bar (por puro morbo de coger el resfriado que aún me dura), pude escuchar la conversación de un grupo de dos parejas heteras más una mujer sola. Esta en cuestión, por su manera de hablar y destripar a una vecina, pareciera tener el alma tan dañada como su fea y deteriorada faz. Pero eso sí, tan pronto como terminó de largar basura acerca de aquella persona ausente, soltó el consabido: «Ya sabéis que yo siempre digo lo que pienso».

Después de escuchar a esa persona largando sus esputos de bilis contra una persona ausente, yo, sin vela en aquel entierro, disimulaba mi incomodidad trasegando a pequeños sorbos un buen mencía; mientras me hacía una idea de la catadura moral de aquella mujer que, según ella, siempre decía lo que pensaba.

Pero hete aquí que la señora en cuestión, al levantarse alegando prisa, pasó por mi lado y me soltó un «que ben che vexo!» Y yo, mientras llevaba a la boca la tapa de empanada, me limité a hacer un ligero gesto con la mano que me quedaba libre, consiguiendo que no se notase en mi voz el desagrado que me producía la tal señora. Y, claro está, me acordaba de Ventura. Pero no le dije nada porque —sirva la disculpa— tenía la boca llena de empanada.

Lo que la pobre mujer no sospechaba es que su malévola sinceridad no era en absoluto compartida por las parejas que quedaban allí sentadas. Aún la ponzoñosa dicharachera no se había alejado cincuenta metros, cuando empezaron a coserle un traje a medida. Y una de las señoras, para justificar su desdeñoso argumentario en desacuerdo con las venenosas opiniones de la que acababa de marchar, también soltó el consabido «ya sabéis que yo siempre digo lo que pienso».

Así que, como hacía frío, opté por levantarme y, ya al calor de mi guarida, me puse a escribir este artículo con el siguiente consejo navideño: antes de decir crudamente lo que piensa, rece un padrenuestro y un avemaría. Ya verá como su opinión hace menos daño y usted se sentirá mucho mejor. Se lo digo yo, que siempre digo lo que pienso.