Subí hace unos días al mirador de A Garita y desde allí, mirando el mar, me puse a deshojar mi nexo con esta Ribeira de lija y terciopelo. Me quiere. De ese mismo mar del que tanta gente no ha podido volver. No me quiere. De casas de piedra que cuentan historias cuando llueve. Me quiere. De callejones estrechos donde hombres desesperados vierten su vida entre agujas y papel de plata. No me quiere.
De Festa da Dorna y de magosto. Me quiere. De noviembres donde a las siete parecen las once. No me quiere. De gaviotas que te acompañan en los paseos por el Touro. Me quiere. Y que si pueden te cagan encima. No me quiere. Huele a cicatriz y a salitre. Me quiere. Y en invierno las ventanas se cierran en un luto interminable. No me quiere.
Hay faros que guían. Me quiere. Y piedras —no exclusivamente rocosas— donde naufragar. No me quiere. Hay muchos bares. Me quiere. Y muchas mesas vacías. No me quiere. Santiago está bastante cerca. Me quiere. Y A Pobra también. No me quiere. Hay dos lunas, ella y su reflejo en la ría. Me quiere. Hay cemento y heroína. No me quiere. Hay redes fuertes, nudos en el estómago y caricias en la frente. Me quiere. Hay barcos que ahora parecen pesados, como si el pasado fuese demasiada carga. No me quiere.
Hay niños que nada saben de la muerte. Me quiere. Hay una marea que borra sus huellas. No me quiere. Esté donde esté siempre pienso en volver. Me quiere. Y, aunque me retenga, siento que nunca seré suyo del todo. No me quiere. Aquí vivo. Me quiere. Aquí moriré. No me quiere. Gamberros, poetas, dólmenes, mar, Garita. Me quiere. O eso creo