Adiós desde el carrusel

RIBEIRA

Oscar Vázquez

01 ago 2025 . Actualizado a las 10:19 h.

Otra vuelta de los caballitos, otro aniversario de bodas, al borde de una mudanza, una hija, algún que otro funeral. Más que nunca en fiestas, uno se mira a sí mismo e intenta entender qué queda de aquel Emilio que hace 20 años estaba alcoholizado perdido en estas mismas fechas, alzando las manos y cantando Buscando una luna de Extremoduro; tan escaso de duchas, de afinación y de neuronas.

Gira el carrusel y te preguntas qué queda del pueblerino chaval que se marchó a Madrid, que tenía opiniones claras sobre cómo debía de organizarse el Estado y el mundo y, por ende, la vida de los demás cuando aún no había resuelto el misterio de su propia vida. Me da la risa todo aquel postureo ridículo mientras entra la luz por la ventana, al compás de las bombas de palenque le preparo el biberón a mi hija, luego la vestimos para que no se manche, luego a trabajar, luego volver y luego otro biberón y otra mancha. Ya casi un año así.

Se balancea el caballito y acepto que nunca viviré en Florencia, ni seré un novelista underground rollo Lovecraft. Tampoco seré el festival al que no estoy yendo, ni las vidas que no estoy viviendo contigo. No soy lo que no estoy haciendo. Acepto mi responsabilidad, la de ser padre.

La de observarme en los ojos de mi hija y admitir que tengo miedo. A no estar, a fallar. A que le duela lo que digo o no. Mis tareas heroicas se reducen a cogerla de la mano mientras mi mujer la enseña a nadar en la playa de Coroso, a abrazarla mientras retumban los fuegos artificiales.

Otra vuelta, lágrimas, risas: familia. He encontrado la luna sobre la que cantaba hace 20 años y lo acepto. Lo acepto y lo prefiero, una vida en esta Ribeira pequeñita de orquestas y daiquiris. Es agradable rodearse de gente que no ansía cosas más grandes que una buena tarde escuchando el mar.

Penúltima vuelta del caballito y todas esas vidas alternativas que alguna vez imaginé van quedando atrás. Enseño a mi hija a perdonar los lunes y a ser valiente los martes, coge los libros como los cogía yo de la biblioteca de mi padre, mira fascinada el bingo. Esta es una vida llena de belleza. ¿Le gustará montar en el Saltamontes? ¿Cometerá mis errores?

Alguna orquesta canta el «reloj no marques las horas». Ojalá parar el tiempo, pero el carrusel sigue girando. Esta es una vida amable en mitad de una pandemia de angustia, algodón de azúcar entre todo el vinagre de la existencia; dos fichas cinco euros.

Vivan las fiestas y las cosas sencillas. Vivan las cosas que nos hemos perdido. Vivan los fuegos artificiales y las norias. Vivan los reencuentros torpes y los adolescentes que fingen no emocionarse. Quédate un rato.

Se acerca la última vuelta, cuando yo baje del caballito subirá mi hija, y desde allí podrá ver para siempre, a cada vuelta, a su padre diciendo adiós.