Esta sí es la «Galicia profunda»

Marta López / Patricia Blanco CARBALLO / LA VOZ

CARBALLO

En el rural de la Costa da Morte se guarda la esencia de una vida con felices emociones

14 nov 2021 . Actualizado a las 23:59 h.

Entendió esa famosa jueza de Marbella que en Torea (Muros), en la Galicia profunda, un niño no dispondría de posibilidades para «el adecuado desarrollo de su personalidad» y para crecer en un «ambiente feliz». Ahora que ha pasado ya algo de tiempo, y superada esa fase inicial de indignación colectiva, cabe preguntarse: ¿Cuáles son esas carencias de las que habla?

Quien, como las que suscribimos, se haya criado en el rural, sabrá de familiaridad, de charletas a pie de puerta con los vecinos cuando se ha acabado la faena, de olor a chorizos curándose sobre la lareira, de dar de mamar a los terneros recién nacidos, de poñer as galiñas a chocar, de abrir los erizos de castaña con los pies, de agarrar la fruta fresca del árbol, de enterrar los dedos en la tierra cuando toca recoger la patata, de ver debullar millo a un par de manos maduras, de no tenerle miedo a una vaca, de contemplar el milagro de la vida, del olor a puerto, del sonido a palillo. Sensaciones todas ellas que derivarán en evocaciones felices, identitarias. ¿Cuáles de todas estas cosas no serían beneficiosas para una crianza?

ANA GARCIA

En la Costa da Morte conviven en armonía nativos digitales con gentes que siguen viviendo a la antigua usanza, sin la tiranía de la notificacion continua de mil y una redes sociales. En estos días en los que se habla tanto del transporte por carretera, dos camariñáns facilitan la vida a estos profesionales con su aplicación móvil Breiko Breiko, pensada para complementar los servicios GPS y mejorar la experiencia de la conducción. Ellos son la prueba de que es posible el emprendimiento tecnológico en el rural, y de que espacios coworking como el de Carballo pueden sembrar la semilla de grandes proyectos.

Como contraste, a apenas unos kilómetros de la capital bergantiñá puede verse en acción al que probablemente sea uno de los últimos carros de vacas de Galicia. Lo llevan Herminia Sierra y Marcial Viaño, de 84 y 86 años, respectivamente, que a pesar de vivir en un apartamento en el casco urbano, suben todos los días a Oza para cuidar de los animales que tienen en la que fue la casa natal de ella. Alimentan a media docena de gallinas, tres vacas y dos perros a la antigua usanza, sin maquinaria y ayudándose de los propios animales para las labores agrícolas. Son un vestigio de lo que un día fue, un caso aislado entre la moderna mecanización. Y continuarán, dicen, hasta que las fuerzas flaqueen. Así lo relataban recientemente para La Voz de Carballo.

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Entre tanto, el mazaricán Yago Recarey circula de un lado a otro de la explotación ganadera de sus padres subido a un hoverboard, una especie de patinete motorizado con el que él echa una mano en la alimentación de las reses. «Ás vacas gústalles máis verme no monopatín», comentó en su día. Un ejemplo más de la implicación de los más jóvenes en la actividad agraria. Andrea Canosa, Manuel Romero y Jorge Rey, los tres de la generación millenial, ya contaron en su día a La Voz sus proyectos para continuar al frente de los negocios iniciados por o con sus progenitores. Ellos fijaron base y apostaron por esta «Galicia profunda».

Todo casero

Aunque para implicación la del pequeño pontecesán Álex Ousinde Martínez, un Balbino en carne y hueso, un todoterreno que no teme subirse a un quad o a un tractor y que tiene hasta su propia funda hecha a medida. Pequeñas son las manos que, asimismo, se animan a aprender a palillar, esa hipnótica artesanía que aún perdura en zonas como Camariñas, Muxía o Vimianzo, o las que no temen ensuciarse de barro mientras modelan una bonita vasija en Buño. Perdurarán estas tradiciones porque habrá quien se afane en hacerlas perdurar. Como las redeiras de Corme, que se han labrado un nombre propio en el mundo de la moda y los accesorios diversificando su actividad y promoviendo la economía circular con el aprovechamiento de artes de pesca.

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Porque si de algo sabe esta «Galicia profunda» es de aprovechamiento. Y de trazabilidad. Y de producción ecológica. Aquí no se tira nada y una buena parte de los alimentos que se consumen son criados, cultivados y elaborados de forma casera. Esos grelos, esas patatas, esos embutidos ahumados sobre la lareira, esas carnes, esos huevos... Esas maravillas que se disfrutan en casa y en el éxodo, que llenan los maleteros de los que emprenden camino los domingos.

No hay miedo de entrar sin llamar a la casa de la vecina y pedirle un litro de leche recién ordeñada para la tarta de tres chocolates, ni para ir a buscar un par de brazos fuertes que ayuden a alumbrar a un ternero, ni para buscar consuelo o consejo, ni para pedir cualquier clase favor. Sobra confianza en esas aldeas en las que los vecinos da porta son casi como de la familia. En esas conversaciones  al acabar el día parece que se detiene el tiempo. O, al menos, pasa a un segundo plano. Enrique, Teresa, Lola, Elena y Maruja disfrutan en O Couto de una de esas charlas que tanto prestan.

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Entretenimiento a pie de calle, horas enteras jugando a subir a los rulos de hierba (y algún pinchazo accidental de los plásticos), expediciones a los frutales del vecino, paseos por los puertos viendo cómo los marineros desembarcan la pesca del día, olor a hierba recién cortada, conducir un tractor por primera vez. Sensaciones que experimentan los pequeños del rural: una parte más de su crianza y de su crecimiento personal. Aprenden a estar en contacto con la naturaleza y los animales y aprenden el valor del esfuerzo y la constancia.

Uno puede irse de esta «Galicia profunda», pero la «Galicia profunda» nunca se va de uno. Esta Galicia deja huella a los de casa y a los ajenos, es integradora. Uno llega a la Costa da Morte y se va con una sobreexcitación de los cinco sentidos tras contemplar cómo los percebeiros se juegan la vida, tras degustar una centolla del tamaño de una cabeza humana, tras maravillarse de rutas fluviales o tras ver las calabazas gigantes que Estrella Varela cultiva en O Couto y sobre las que posa tan contenta.

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La slow life, la vida lenta y consciente; el mindfulness, el disfrute sentido del presente; el do it yourself, eso de hacerlo uno mismo... Muchos vocablos que saben a foráneo y que vienen de vuelta a veces de grandes ciudades no necesitan en estas aldeas mayores explicaciones. Es lo natural. Una tribu de puertas abiertas, donde los valores pasan de unas generaciones a otras y donde la incomunicación de la comunicación todavía no ha hecho mella, o no tanta como en otros lares. La aldea es la madre de la tierra, tiene dicho el escritor Jaime Izquierdo. Sí, rural y profundo.