
Todo chaval recibe uno. No sabes cuándo. O a veces sí lo sabes, normalmente a la salida del cole. No lo merecías, pero… Un día llega un mamón, o varios, y te cae, hablando en plata, una hostia como un piano. Es así. La naturaleza del hombre o lo que sea. El puñetazo se te queda como una estufa, calentando hacia dentro la cara, hirviendo en el cerebro una confusa sopa de letras. Caminas a casa con el labio partido, el ojo hinchándose y tú cuestionándote por qué no te defendiste de esos mierdas, dudando si serás un cobarde. Cuando llegas a casa tus padres preguntan. Y tú contestas: «No es nada, resbalé en una baldosa mojada, mañana estará curado».
La niñez pasa y con la adolescencia cae algún que otro puñetazo más, solo que esta vez, aunque pierdas, peleas. No importa ganar, basta con mostrar bravura. Pero hay que mostrarla. O te comen. Esos cabrones están deseando comerte. Otra vez, la cara, el espejo del alma quebrada, siete años de mala suerte y una ceja partida. Cuando llegas a casa tus padres preguntan. Y tú contestas: «No es nada, resbalé en una baldosa mojada, mañana estará curado».
Ahora eres un adulto. Aunque todavía es posible, es raro que alguien te suelte un puñetazo. Sin embargo, hay algo que sigue dándote como un campanario de golpes sordos, oportunidades perdidas, tus padres envejeciendo, los amigos del pasado, la vida… Ya no sangra la cara, sangra el alma. Sigue doliendo. Cuando llegas a casa ya no te preguntan, pero tienes la vieja costumbre de mirar al espejo y decirte: «No es nada, resbalé en una baldosa mojada, mañana estará curado».