El naufragio del Begoña, visto por los ojos de un niño fisterrán

luis lamela

FISTERRA

Tres de los náufragos del Begoña, en el año 1976
Tres de los náufragos del Begoña, en el año 1976

GALICIA OSCURA, FINISTERRE VIVO | El próximo 28 de enero se cumplirán 45 años de este triste suceso, que dejó un marinero fallecido y cinco desaparecidos

24 ene 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

«El patrón del Ulloa (...) manifestó que al ir a recoger el aparejo, que había largado la noche anterior, en la zona conocida por A Pardela, vio una boya de las que señalizan los aparejos y agarrado a ella el cuerpo de un hombre»... (La Voz de Galicia, del 29 enero 1976)

El 28 de enero se cumplirán 45 años del naufragio del pesquero fisterrán Begoña, accidente ocurrido en las cercanías de las islas Lobeiras, con un fallecido y cinco desaparecidos: José Velay Rivas, de 42 años, casado, con tres hijos; Carlos Canosa Canosa, de 46, casado, con dos hijos; Plácido Boullosa Canosa, 41 años, casado, con dos hijos; Ramón Outes Valdomar, de 34, casado, con tres hijos; Carlos Marcote Liñeiro, de 48, casado, con dos hijos, y Ramón López Insua, de 44 años, casado, con dos hijos. Todos ellos tripulantes de Fisterra (tres vivían en el lugar de San Martiño).

Son muchos los que aún recuerdan la tragedia, una más de las sucedidas en las aguas interiores de la ría de Corcubión y la bahía fisterrana. Acudí a un testigo presencial, a Juan Manuel Díaz, entonces con ocho años, para que rememorase sus emociones y experiencia, y la de su entorno familiar y social en aquellas tristes horas. El resultado, entiendo, es un documento de hondo interés humano, y una descripción que puede ayudarnos a ver con mayor claridad aquellas trágicas, y hasta frecuentes, situaciones. Muy atento a lo que ocurría a su alrededor en aquel lejano día de enero de 1976, Juan Manuel Díaz activó su recuerdo a modo de registro notarial:

-«Hoy os quedáis en casa, así que nada de calle», ordenó mi madre amenazante, con mucha seriedad. La verdad es que hacía un tiempo de perros: viento, lluvia y lo que le pusieran por encima. Mi hermano Moisés sacó un cajón. En él teníamos guardados una serie de maderas que habíamos encontrado en la puerta del bar Miramar, en el puerto, y con ellos construimos un fuerte del lejano Oeste y montábamos nuestras historias. La verdad es que siempre acabábamos discutiendo por quien llevaba los indios y quien llevaba los vaqueros, cuántos caballos me tocaban a mí o si tu llevas la carreta, yo llevo los cañones. Chiquilladas que acababan con sentencias salomónicas por parte de mi madre.

-«Como no os arregléis, escondo los juguetes. Así que ya sabéis», amenazaba Pepita. Si mal no recuerdo, eran entre las 10 y las 11 de la mañana [en realidad, sobre las 15 horas] y Pepita no apartaba los ojos de la ventana de la buhardilla de mi casa. Estaba nerviosa. Mi padre, que había salido al mar, era uno de los tripulantes del Ulloa, un pequeño miñeiro del puerto de Fisterra. De repente, Pepita abrió la ventana con aquel viento del sur que pegaba en la azotea todo desbocado. Y con los prismáticos miró en dirección al barco. Más gente, y también varios coches comenzaron a amontonarse en la rampa del puerto y yo me acerqué a ella, y dijo:

-Algo pasó, tiene pinta de nada bueno.

Entonces, la vecina, Marichelo, abrió también su ventana y preguntó a mi madre: «Pepita, algo pasó, ¿puedes ver bien por los prismáticos? ¿Qué es lo que ocurre en la rampa del Este?»

Acaban de sacar un cuerpo, pero solo veo a alguien de camisa a cuadros. Me voy corriendo al muelle que mi marido está en ese barco», concluyó mi madre. Los nervios se notaban en la voz y nos ordenó que quedásemos jugando sin movernos de casa hasta que ella regresase, pero al bajar las escaleras apareció mi abuela en un mar de lágrimas.

-¡Pepita, Pepita..., fue al fondo el barco de Pepe do Tuno! ¡Dios mío, acaban de llevarlo a la clínica más muerto que vivo!

Impotencia y nervios

Las dos mujeres se abrazaron. Lloraban intentando contener la impotencia y los nervios. La vivienda de Elvira do Tuno, puerta con puerta con la casa de Moisés en el Cabo da Vila, en donde todos eran una familia para las buenas y las malas, se acudían unos a otros como hermanos.

-Quédese en casa y aguante de los niños que yo voy corriendo al paredón para ver qué pasa!», dijo Pepita a su madre.

-Mamá, ¿puedo ir contigo? -pregunté yo.

-No, quédate en casa que hoy no es día de salir.

Al llegar a la cocina abrí la puerta. En silencio salí corriendo por la de arriba y seguí a Pepita.

«Todo eran preguntas, lágrimas, suposiciones y mucha tensión»

En el paredón de la calle Patres había una muchedumbre de mujeres desconsoladas. Y jóvenes y viejos mirando como salían varios barcos a la mar con el fin de localizar a los náufragos. Solo habían encontrado a Pepe amarrado a una boya que llegó como pudo hasta el Ulloa, comentaba Manolo da Adamina. ¿En dónde estaban? ¿Qué pudo haber pasado?

Todo eran preguntas, suposiciones, lágrimas y tensión. Me arrimé a la pared de la casa de José da Carneira en donde estaban mis amigos. Como niños estábamos con la boca abierta, observando las reacciones de los adultos, asustados. Una desgracia como la que estaban viviendo tocaba a todas las casas de marineros de Fisterra. Y dramático era ver a las mujeres que estaban en la puerta del ‘choio’ del Santa Rosa, que gritaban:

-¡No salir, no arriesgar más vidas, esperad a que cambie el viento!

-¿A dónde vais? -gritaba Segunda do Canteiro, la mujer de Manolo, el patrón del Santa Rosa, en tanto, a todo correr hacia el varadero, él y sus tripulantes iban en búsqueda del Begoña...

Recuerdo cómo los barcos más grandes, el Santa Rosa, el Manolita, el Pequeño Haz, el Arrogante y muchos más fueron saliendo valientes hacia el Cabo, como juguetes en aquel mar que no daba calma ni tenía compasión. Al doblar, los golpes de mar frenaban a aquellos pequeños cascarones que intentaban poner proa entre salseiros a las rutias del temporal.

Mi abuelo Moisés me cogió del brazo y me mandó a casa. Era un día muy amargo y los niños no hacían nada bajo la lluvia. En las casas no se podía encender la televisión ni silbar o cantar. Nosotros, que éramos unos niños de 7 y 8 años, estábamos confundidos. El día del entierro del patrón del Begoña, Fisterra era un pueblo de negro luto: nadie por las calles, las puertas cerradas, bares, comercios y casas. Todos se congregaron en las Casas Baratas a las cinco de la tarde para acompañar el féretro de Pepe do Tuno, y darle sepultura.

Cambió el viento y corría fresco de noroeste, y cuando caía un chubasco llevaba los xaramiños de espuma blanca hacia el cielo. Yo, y mi hermano, que estábamos en casa de mis abuelos, decidimos salir. Fuimos por la calle Patres para ver si encontrábamos a otros niños para jugar. Nadie. Entonces fuimos hasta el Concello y vimos cómo bajaba una multitud de gente acompañando al coche fúnebre. Detrás, el hermano pequeño, Luis do Tuno, asistido por otros familiares. Y gritos y lágrimas por los desaparecidos que eran de la misma casa y esa casa era de todos nosotros.

El único recuerdo que tengo de Pepe era de unos días antes. Veníamos de coger un manojo de verduras del Rego da Fonte y al pasar por debajo de su casa estaba él recogiendo la ropa tendida. Mi madre le saludó y Pepe nos dijo, como justificándose:

-Mi mujer aún no está recuperada. Hace dos semanas que dio a luz.

Quince años después, mi hermano Moisés, con 23 años, se ahogó cerca de los islotes del Almirante, en los cantiles de As Albas, pescando a la robaliza. Se volvió a repetir la misma frase, los mismos lutos y la misma tristeza que acompaña a todas las casas de la Costa da Morte en donde uno de los nuestros pagó con su vida el tributo que reclama ese mar. El mar lo donó y el mar lo llevó...

La memoria reconstruye el pasado. Y estos recuerdos Juan Manuel Díaz, ahora cocinero en la Embajada española en Berlín, haciéndolo con una mirada de niño, solo son una puesta en escena de una de las tragedias de Fisterra.