Ni esperaba aquel sol para empezar marzo en Camariñas, ni esta intensa lluvia tras el verano de octubre en Fisterra. Pero lo que menos auguraba, sin duda, era que alguna vez completase un circuito de carreras pedestres. Esa era la meta cuando en febrero decidí apuntarme, y la crucé al mismo tiempo que llegaba derrumbado y empapado a la lonja de Fisterra. Porque entre la escasa preparación y el desconocimiento del trayecto, lo cierto es que la última prueba se convirtió en una de las más duras. Subiendo durante casi dos kilómetros, en los que incluso miraba para los peregrinos con envidia. Sus piernas llevarían mil kilómetros más, pero seguro que respondían mejor que las mías. El tramo final volvió a demostrarme que la fatiga es más mental que física y me permití acabar satisfecho. No por el ritmo, ni por el puesto. Sí por ser consciente de que se acababa un reto apasionante que cumplió con todo lo que prometía. Sobre todo con lo del gran ambiente, bien atestiguado en el café de después. «Que el fin del mundo nos pille bailando», cantaba Sabina. A mí, me cogió cruzando y cumpliendo metas.