Como cada primavera, los jipis vuelven con su tenderete a la calle Agar, que suena a botica antigua y perfumada.
A los jipis de Agar siempre se les ha llamado así, los jipis, aunque más que jipis son trashumantes, como esos pastores que cada año pasean sus ovejas por la Gran Vía madrileña con la excusa de que la Gran Vía es una cañada real. No sé si Agar es una cañada real o no, pero es una calle con sus trashumantes, que en lugar de ovejas lanudas y baladoras traen cada año sus perros escapados de un óleo de Velázquez y su colección primavera/verano de carteras de cuero trenzado, calzones de colorines, ponchos de tricotosa, pañuelos palestinos, fulares floridos y faldas vaporosas.
Cuando yo era pequeño oía mucho a mis padres hablar de los jipis de la calle Agar y yo me imaginaba que allí acampaban los héroes de Woodstock, entre canutos de maría tamaño trompeta, hogueras a medio apagar y Jimi Hendrix a la guitarra. Pero nuestros jipis, claro, eran más de andar por casa. Lo suyo, más que reivindicar la contracultura y el amor libre (ahora se dice amor de la tribu), era y es hacer pulseritas de cuero, peinar largas trenzas en las melenas sueltas y contar las nubes que pasan con insolencia sobre los pesqueros adormilados de la Marina.
A los niños nos gustaba deslizarnos por Agar abajo, como fingiendo que íbamos a jugar a los columpios de la Marina, para oler despacio el sándalo quemado y otros humos que venían de los puestos callejeros y contraculturales de los jipis. Pensábamos que en Agar iba a cambiar el mundo un sábado por la mañana, pero mientras no llegaba nada de aquello uno se consolaba con subir y bajar las baldosas doradas, con los bolsillos demasiados vacíos hasta para comprar un monedero de cuero, y espiar a aquella jipi de mirada lánguida que debía haber cruzado ya medio mundo con su furgona Volkswagen (porque los jipis siempre han sido en el fondo muy de marcas).
Aunque aquella España posfranquista sonaba más a la Orquesta Topolino que a Janis Joplin, la chavalada soñaba de reojo con su pequeña revolución jipi, que no estaba ni mucho menos en la calle Agar y sus camisolas estampadas, sino al otro lado del mar. Cuando no estaban haciendo sus bolsos de cuero, a los jipis les daba por sentarse con las piernas cruzadas sobre un cojín con muchas madrugadas ya encima para tocar la flauta dulce y fumar a ratos con elegante desgana. Ahora ya no quedan casi jipis y la calle Agar y las ferias medievales son como la reserva india donde las autoridades los han puesto a resguardo del libre mercado, que fue lo que, pasados los años y los reglamentos de la Unión Europea, nos recetaron en vez del amor libre y fumado de los jipis.