Algunos se preguntarán cómo es posible tenerle cariño a aquel monumento a la austeridad, a aquel mazacote gris que los rayos del sol parecían evitar en sus pasillos sombríos, a aquel patio de tierra en que te abrasabas el alma cada vez que te caías y que la persistente catarata de un tejado regaba cuando llovía, a aquella fuente medio seca en la que a veces había que sorber por los pitorros para arrancar de su corazón avaro unas míseras gotas de agua, a los partidos de fútbol (con y sin balón) en Maestro Mateo, que se disputaban esquivando charcos y cacas de perro; a aquel profesor sin vocación, maestro de los capones, o a aquel otro que con tanta saña tiraba de las patillas hacia arriba (eran otros tiempos).
Sí. Sería difícil entender ese cariño sin tener en cuenta a las personas que hacían del Colegio Academia Galicia el mundo mágico de nuestra infancia. Primero, los profesores; la mayoría de los profesores. Teté, que era como el hada buena de parvulitos; Gumersindo, un sabio tranquilo en su mundo de números y jeroglíficos, o José Manuel, un adelantado a su tiempo, un soplo de aire fresco en aquel sistema educativo tardofranquista. Sus métodos imaginativos hicieron rechinar los resortes del viejo edificio. En sus clases se jugaba al Un, dos, tres, como en la tele, para practicar todo lo aprendido, o se disputaba una liga de fútbol en la que el equipo de los McLaren se enfrentaba al de los Lotus…
Todos ellos fueron arquitectos de un afecto que modelaron, claro está, los compañeros: Gustavo, Raimundo, Pablo Fuentes, Pablo Rey, Andrés, Hermida, Sanjurjo, Héctor, Galán… Hace una semana nos reunimos, 36 años después del cierre del colegio en 1981. Y es curioso: una vez superados los estragos del tiempo, reidentificados los rostros lejanos, todos volvemos a ser aquellos muchachos de 7 años, de 10 años, que el tiempo ha conservado en un frasco de recuerdos. Porque es posible que no nos acordemos de lo que hicimos el mes pasado, pero a los compañeros de pupitre, a los amigos de la niñez, nos los llevamos con nosotros a la tumba tal y como eran de niños.
Empiezas a charlar, afloran los recuerdos y es entonces cuando la Academia Galicia se yergue en la madriguera del pasado y todo tiene sentido otra vez, cuando el sol acaricia las flores que Teté cultivaba en las macetas de la ventana, cuando los partidos de Maestro Mateo empequeñecen cualquier Madrid-Barça, cuando el agua de la fuente de los pitorros aplaca la sed como el manantial más puro, cuando los juegos infantiles curan las heridas del patio de tierra y cuando los tirones de patillas de aquel profesor desabrido… Bueno, no. Aquellos tirones siguen doliendo como el primer día.