Alberto, marcado por el mar

Toni Silva A CORUÑA / LA VOZ

A CORUÑA

ANGEL MANSO

Cada día se sumerge en el acuario para alimentar a los peces. Su afición acuática le ha dejado una gran colección de lesiones

01 mar 2019 . Actualizado a las 10:48 h.

Si quiere conocer bien a Alberto Malingre no le pida la ordinaria tarjeta de presentación. Mejor reclámele una radiografía de cuerpo entero. Entonces es posible que repita las palabras de aquel médico que un día le auscultó de arriba abajo. «¡Vaya vida tan interesante esconden estos huesos!», le espetó.

Así que obviemos, de momento, que este coruñés de 53 años se desplaza cada día desde su casa de Mera para alimentar a los peces del Aquarium Finisterrae, entre otros muchos cometidos. Vayamos a sus huesos para conocerle mejor: presenta una severa lesión de espalda fruto de una jornada de esquí náutico; en su tobillo derecho hay incrustados dos tornillos por las cosas del fútbol; el tobillo izquierdo quedó tocado por un accidente de moto; una de las dos costillas lesionadas se la debe al catamarán; la otra se la rompió haciendo windsurf, disciplina de la que presume con medallas a nivel nacional y la participación de algún mundial, como el de México 2003.

Así que estamos ante un hombre hiperlesionado que no entiende la vida sin el mar, tanto en lo laboral como en el ocio. Conoce los fondos marinos más espectaculares del mundo, como Belice, Maldivas o el mar Rojo. Se arrimó a los tiburones blancos dentro de una jaula metálica, y vivió una intensa etapa en la República Dominicana a finales de los 90, donde fue testigo de una de las mayores tragedias aéreas del país (accidente de un Boing 757 con más de 183 víctimas). Allí explotó una empresa de ocio acuático en la que sufrió el embate de los tifones y huracanes apocalípticos. «En una ocasión el peligro, en vez de por el mar, nos llegó por tierra: bajó tanto lodo y tierra a la playa que nos hundió el barco en el que estábamos», recuerda Alberto. Y aquel episodio le animó a volver a su país en busca de una vida algo más tranquila.

Hay cosas que las radiografías no cuentan, como su extrema osadía, ya desde joven. Tenía poco más de 20 años cuando se pasó más de cinco horas en el agua en parte por un accidente y en parte por cabezonería. «Salí a probar una tabla de windsurf y ya empezaba a oscurecer cuando se me rompió la pieza, así que me puse a remar con los brazos, pero la corriente y el viento me llevaron a ocho kilómetros de la costa», explica. Cuando llevaba tres horas braceando se topa con un mercante enorme. ¿Salvado? No porque a Alberto no le dio la gana ir en dirección A Coruña. «Yo iba a Mera, y me querían obligar a subir, se enfadaron». Y él siguió en su tabla rota hasta que, ya cerca de la costa, a eso de las tres de la mañana, le rescató un pequeño pesquero que le dejó en Mera. Minutos antes había observado las luces de un coche a los pies del faro de Mera. «Lo que suponía, era mi padre». Si hubo bronca del progenitor, no ha trascendido.

Adiestra las focas y cultiva caballitos de mar

Alberto Malingre es uno de los 12 miembros del equipo de biología del acuario coruñés, donde buena parte de su tiempo lo destina al entrenamiento de las focas. «Pero no es un adiestramiento enfocado al ocio de los visitantes sino para facilitar el trabajo de otros profesionales, por ejemplo, les enseñamos a mostrar los dientes para cuando se los tengan que limpiar», explica Malingre. Pero en su agenda laboral incluye también retos menos edificantes como la limpieza de los metacrilatos o la preparación del fitoplancton. Pero también se encarga del cultivo de los caballos de mar, además de colarse en el gran acuario para alimentar a todos los peces que se exhiben en la sala Nautilus.

-¿Algún incidente con el tiburón Gastón?

-Solo una vez y fue un incidente mutuo. Los dos nos chocamos sin darnos cuenta y escapamos el uno del otro [ríe].

Asegura que aquí los riesgos son pocos, esos quedaron en su etapa de la República Dominicana (entre 1996 y 1999), no solo por los tiburones de allí, o por los salvajes tifones. También se vio afectado por la burocracia del país, muy recelosa con los extranjeros. «A mí me tocó dormir en la cárcel alguna vez por redadas de inmigración, primero te detienen y luego preguntan», señala Alberto. «Y a un compañero que no tenía los papeles en regla lo deportaron en bañador, tal y como estaba».

Pero ahora su aventura está a este lado del Atlántico. La mayor aventura de su vida. Se llama Olivia y tiene 8 años. «Cada día aprendo mucho de mi hija».