Una piña colada en el Copacabana

Javier Becerra
Javier Becerra CRÓNICAS CORUÑESAS

A CORUÑA

MARCOS MÍGUEZ

Con el anuncio del cierre del establecimiento cae otro bofetón en la mística coruñesa de los locales «de toda la vida»

18 oct 2019 . Actualizado a las 10:58 h.

Otro más. El Copacabana anuncia su cierre. Y con ese anuncio cae otro bofetón en la mística coruñesa de los locales «de toda la vida», los que han dado personalidad a esta urbe entre trago y trago. El bar como expresión popular alcanza la condición de símbolo con establecimientos así: con su singularidad, la idea de que lo que hay allí no se puede encontrar en otro lugar y la infinidad de historias asociadas a sus mesas y sillas.

El Copacabana se encontraba en esa división. De su historia ya han leído estos días. De su presente quizá cabría reflexionar un poco. En medio del bum de bares hispters, que juegan a hacerte pensar que estás en Nueva York llamándole burger premium a lo que es una hamburguesa maqueada, una cafetería como la que aún se erige en Méndez Núñez supone un ancla con un mundo que un día fue rompedor y ahora resulta añejo. Cuando en los ochenta los niños llegábamos allí, generalmente con motivo de las fiestas de María Pita o en alguna escapada a los caballitos a pedales, nos quedábamos impresionados. Aquel Copacabana tenía un punto sofisticado del que carecían los bares del barrio.

Muchos reivindicarán su célebre bocata de calamares, por supuesto. Pero si me permiten apelaré a algo más... ¿atmosférico? Se trata de esa mezcla del nombre (tan poco coruñés) junto a las palmeras de los jardines (especie, como todos sabemos, importada) y una terraza (algo mucho menos común que ahora en A Coruña). Si coincidía de noche, al lado del soniquete de la tómbola y las luces de la noria, la escena tenía todos los elementos para resultar especial a un infante con los ojos abiertos como platos y el corazón palpitante como una moto. Ya que estabas allí, en medio de ese ambiente de garrapiñadas y tiovivos, había que aprovechar. ¿Qué quieres tomar? «Una piña colada», dije con decisión ante las caras de los mayores que estaban conmigo. «¿Estás seguro? ¿No prefieres una Fanta?». «No». Esa piña colada la anunciaban en la tele a todas horas, pero no la había en ningún bar. Solo en los modernos, los del centro. Había que aprovechar, como con el batido Okey, las tortitas con nata o las patatas del McBurguer.

Sobra decir que la bebida aquella, de escasa fortuna en los bares, sabía bastante mal. Decepcionado, finalmente no llegué a tomarla entera. Pero sirve para recordar aquella sensación de modernidad que nos invadía en esos establecimientos que hoy llamamos clásicos y vemos como parte de una ciudad que se nos escurre entre las manos. Puede que dentro de unos años, cuando algunos de estos locales brooklynizados bajen la persiana, nos despierten sensaciones parecidas. Quizá los consideremos símbolos coruñeses «de toda la vida». Es la rueda del tiempo, que ni para de girar, ni se detiene ante la nostalgia.