
En 1960 hizo varios espectáculos exitosos en la plaza de toros
18 ago 2025 . Actualizado a las 14:22 h.«Tupac Amaru es el luchador más sensacional y sorprendente que pisa los cuadriláteros mundiales. Conoce la anatomía humana a la perfección, sabe que apretando fuertemente sus dedos sobre los tendones y nervios de sus contrincantes, el dolor que causa es imposible aguantarlo y obliga a abandonar». Hacemos el petate y nos marchamos al año 1960. A la plaza de toros de San Pablo le quedan aún siete años de vida —crecientemente renqueante, eso sí—.
En el desapego de una parte sustancial del coruñesismo hacia las faenas taurinas, surgen alternativas de uso para la imponente arena. La más excéntrica, probablemente, la de las pugnas de lucha libre. Todo parece indicar, aunque los secretos de las bambalinas se los lleva con soplidos el viento de los años, que los protagonistas se zurraban de verdad. Que se oían crujir los tendones y gritar las gargantas de los gladiadores modernos mientras el público local azuzaba y se regodeaba en el éxtasis febril de la violencia más o menos controlada.
De entre todos estos forzudos en liza, uno destacaba sobre el resto. El torso moreno de las estirpes indígenas argentinas —nació, él mismo le contaba a La Voz en una entrevista el 16 de junio de 1960, «en la región del Altiplano, en Argentina, entre las fronteras de Bolivia y Perú»—. Los músculos inflados y rebosantes de fuerza amenazante. Y, por si fuera poco, una astucia sobre la lona que sellaba su ventaja sobre los colegas del gremio. Él era Tupac Amaru, el indio de los dedos magnéticos. «¿Hay tongo en la lucha libre?», le preguntó este periódico en una ocasión. «Lo que existe es, como en todo deporte profesional, cierta consideración con el adversario. Yo, a veces, puedo matar a un contrario, pero eso es un delito y debo soltarlo antes de asfixiarlo», respondió él, muy elocuentemente. Gustaba Tupac Amaru de emplear sus jornadas de distensión en el descanso de su cuerpo de acero, bajo el sol y tumbado en las arenas playeras del Orzán. Y fue precisamente en estas arenas, y no en aquellas otras desde las que doblaba y desdoblaba anatomías a su antojo, donde se ganó el respeto y el corazón de su ciudad adoptiva.
Desdiciendo tópicos, no era la fuerza de este peleador una fuerza bruta y de sesos líquidos. Era hombre educado, culto, amable y muy gallardo. Todo esto tuvo ocasión de probárselo a la ciudad durante el mes de julio de aquel año 1960, en el que protagonizó dos heroicas y casi consecutivas actuaciones de rescate.
En el Orzán salvó de la muerte a una mujer que pedía auxilio aguas adentro. Sin pensarlo se lanzó y remó con sus brazos henchidos de guerrero. Haciendo acopio de sus virtudes físicas, consiguió arrastrar a la bañista, sana y salva, hasta la seguridad de la orilla. Desplegó Amaru, según la prensa de la época, unas dotes impecables, recuerdo de su etapa como socorrista en el Río de la Plata, en Chile y en Brasil.
También en el Orzán participó de un episodio de desenlace más funesto, aunque no menos ennoblecedor para su figura. Un niño de siete años se precipitaba al agua desde un risco. El padre, claro, fue detrás, al rescate del hijo. Pero ambos fueron arrastrados por la corriente. Presenciaba la escena el noble gladiador, que estaba allí en su habitual rutina de relajo al sol. A la carrera recorrió los cien metros que le separaban de la orilla y se zambulló contra el oleaje. Auxilió primero al pequeño. Una vez lo hubo alejado del peligro, volvió a por el padre. Pero fue demasiado tarde. Solo el muchacho pudo retener la vida.
Y no fue por falta de intento del luchador. Cuando llegaron los efectivos sanitarios, encontraron a Tupac Amaru realizándole al inerte bañista maniobras de reanimación, que había estado repitiendo por un espacio dilatado de tiempo, en esperanza de que el ahogado volviera en sí. Poco después relataba a La Voz el suceso en una charla melancólica entre combates. «"Me enteré de la trágica noticia. Ha sido una terrible desgracia", dice. Y el noble argentino se marcha triste a los vestuarios».