Rosa Otero, hija adoptiva de A Coruña: «Sacamos a muchos de la droga, verles ahora con sus hijos da sentido a todo»

A CORUÑA

Rosa Otero, en su despacho de la Asociación de Amas de Casa, en el Cantón
Rosa Otero, en su despacho de la Asociación de Amas de Casa, en el Cantón MARCOS MÍGUEZ

La distinción premia la intensa labor social de esta mujer de 85 años

13 oct 2025 . Actualizado a las 13:26 h.

Acaba de ser distinguida como hija adoptiva de A Coruña, lo que sirve de disculpa —porque motivos siempre hay, y muchos— para charlar con Rosa Otero (Santiago, 1940) sobre la cantidad de cosas que ha hecho en su vida. Aunque a ella, que cumple los 85 años dentro de una semana, lo que más le apetece es contar lo que tiene pendiente de hacer.

—A muchos les sorprendió que no hubiese nacido en A Coruña.

—Es que me casé con 23 años, una niña como quien dice, y me vine a vivir aquí. Y la gente ya me conoció desde entonces, porque siempre fui muy inquieta.

—¿De dónde le viene esa vocación de ayudar a la gente?

—Es algo que ya vi en mi familia. Éramos ocho en casa, con mis padres diez, y siempre había gente que venía a casa a por comida. Son cosas que te quedan grabadas, como cuando mi padre, que trabajó siempre en el Castromil que unía Santiago y A Coruña, mandó a mi hermano a por el aguinaldo de Navidad que teníamos por familia numerosa. Y le dijo que cogiese el del vecino, que no podía ir porque estaba enfermo. Al llegar mi hermano le dijo que le llevase los dos al vecino, y a mi me pareció mal, porque yo quería comer turrón duro, que siempre me encantó. Pero mi padre me dijo que el vecino tenía a sus cinco hijos en cama con tuberculosis y que necesitaban aquello más que nosotros. Al cabo de unos días apareció con una tableta de turrón duro. Así eran mi padre y mi madre.

—¿Cuándo comenzó su labor social?

—Cuando me casé y me vine para aquí trabajé en el hospital Labaca unos diez años. Se dedicaba a la beneficencia y era la única mujer analista que había. También puse después la farmacia, y entre un lugar y el otro empecé a ver las necesidades que había. Los que venían de las chabolas y todo el tema de la droga.

—¿Cuál fue el primer contacto que tuvo con el mundo de la droga?

—Fue por estudiantes de Madrid que venían a comprarla aquí. Que la gente se cree que es cosa de clases bajas, y nada de eso: la droga está y siempre estuvo en todos lados. Entre los pobres y entre los ricos, lo que pasa es que estos últimos tenían maneras de ocultarlo. Pero bueno, ese primer contacto fue con estos chavales que venían a donar sangre y se llevaban un dinerito para gastarlo en drogas. Me pareció terrible. Menos mal que al poco tiempo dejó de pagarse por las donaciones. Yo por aquel entonces tenía dos hijos pequeños, y pensé en qué pasaría si mañana les viese así. Así que me metí a ayudar y creamos la Fundación Antonio Noche, por el cura párroco de Oza, que siempre me ayudó muchísimo.

—¿Nunca tuvo miedo de que le pasase algo en esos ambientes peligrosos en los que se movía?

—El que tenía miedo era mi marido. Una vez que le pedí que me llevase a Penamoa —que al pobre lo tenía de un lado para el otro, la verdad— y al llegar me dijo: «Tú cualquier día no vuelves a casa». Pero la gente me trataba bien, porque tenía fe en lo que yo hacía. Sabían que si había algo que denunciar, yo llamaba a la policía. Pero también sabían que cuando había hambre, yo estaba ahí para echar una mano; cuando había alguien enfermo, acudían a mi; y ya no te cuento si alguno terminaba preso. Por eso terminamos fundando Ayuda y Atención al Preso. Pero bueno, algún susto tuve en la farmacia, de alguno que quería aprovechar y robar. Pero después, total, no pasaba nada, porque me llamaban del juzgado y ya antes de entrar les perdonaba. Siempre anduve tranquila. Para estas cosas andaba Dios conmigo, eso lo tengo claro.

—Terminó haciendo amigos.

—En el barrio tengo muchos. Alguno que tuvo sus cosas de joven y que ahora que es padre pasa por la farmacia y me presenta a sus hijos. «No son como era yo», me dice. Hubo muchos casos que salieron adelante, y verles ahora con sus hijos da sentido a todo. O recuerdos como el caso de un niño del barrio que me pidió ir a ver a su padre a la cárcel, porque no lo conocía, llevaba preso desde su nacimiento.

—¿Ha cambiado mucho el tema de la droga con los años?

—¡No cambió nada! Lo único que cambió es que ya no hablamos de ello. Pero sigue siendo un problema enorme que afecta a todas las clases sociales. Droga sigue habiendo por todos lados.

«¿Escribir mis memorias? Pues sí que lo he pensado, pero es que... ¡Hay tanto que contar!»

Además de su ocupación profesional como farmacéutica —«y, sobre todo, madre», insiste en recalcar— Rosa Otero encontró siempre tiempo para desarrollar una labor social que abarcó diversos frentes, luchando contra la droga, ayudando a los presos o con la Asociación de Amas de Casa: «Nunca me he levantado más tarde de las 7.30 y siempre tengo cosas que hacer, no sé cómo hago», explica.

—¿Cómo llegó usted a la Asociación de Amas de casa?

—Se fundó en 1966, yo llegué más tarde, en 1985. El objetivo inicial era la formación integral de la mujer, porque muchas amas de casa no sabían ni leer y dependían del marido para todo.

—Ese no era su caso: farmacéutica, trabajando fuera de casa...

—Pero yo lo primero que soy es madre y ama de casa. Y es una figura que necesita ser reivindicada en muchos aspectos. ¿No se está hablando tanto ahora del papel de las cuidadoras? ¿Qué son las amas de casa más que eso?

—¿Le ha quedado alguna espina clavada, algo por lo que ha luchado y que no consiguiese al final?

—Lo tengo clarísimo. Desde que se fundó Amas de Casa se reivindicó una pensión para ellas. Al fin y al cabo están formando a la juventud para el día de mañana, cuidando de los mayores... Todo, lo hacen todo. Debería haber un régimen especial que permitiera que las amas de casa cotizasen para su futuro. Porque lo que es triste es que estas mujeres se pasen su vida trabajando, las 24 horas del día, y se jubilen sin nada. Igual que existe una pensión de viudedad, que se habilite la del ama de casa.

—¿No ha pensado en escribir todas estas vivencias suyas?

—¿Escribir mis memorias? Pues sí que lo he pensado, pero es que... ¡hay tanto que contar!