Sin duda Tarantino es un gran vendedor de sí mismo, pero todavía no es cineasta de película completa. Es un director a tiempo parcial, capaz de secuencias magistrales y de diálogos alucinantes, que mantiene serias dudas con Malditos bastardos, pese a reconocerle su derecho de autor a reinterpretar, decodificar y dar la vuelta como un calcetín a cuanto género le venga en gana.
Aquí toca el bélico contra el cine europeo (sobre todo italiano) de los setenta, muy influenciado por el espagueti wéstern. Pero, además, Quentin Tarantino (que aquí parece mutado a Quentini Tarantini) es un cachondo rodeado de un aura bíblica que lo sitúa por encima del bien y del mal para su legión de admiradores. Tampoco. Descubramos el cartón. Es chisposo, su obra no deja indiferente, te lo pasas bien, pero de ahí a una verbena todavía queda mucho.
Pone Aldo a Pitt, llama Antonio Margheriti a un personaje en honor a un director italiano de subgénero, abre con un tema de Morricone (no logró convencerlo para la banda sonora) y da a Malditos bastardos un tono espagueti ya evidente en la secuencia inicial entre el granjero y el repelente Landa, el cazajudíos de las SS. Sacar a este remedo de Doce del patíbulo (aquí son menos) con la misión de cortar «cien cabelleras de nazis» cada uno, va por ahí. Estructurada en varios actos, ofrece momentos memorables (el tiroteo en el bar e incluso la bien ensamblada secuencia en el cine), pero también excesos.
Amor por la caricatura
Lo de menos es que Tarantino se reinvente la historia de Hitler y el nazismo, al ser parte de la gracia. Lo excesivo es su incorregible amor por la caricatura. Decir que Aquel maldito tren blindado (Enzo G. Castellari, 1978) es su película de guerra «favorita de todos los tiempos» es otra tarantinada.
Además, debería explicar mejor su buen rollito con los hermanos Weinstein, porque es evidente que Malditos bastardos llega aligerada: algunas imágenes del tráiler no aparecen y nos quedamos con las ganas de saber qué fue de varios personajes laminados por arte de magia.