
Una muestra da testimonio en el Guggenheim de la rebelión estética de los artistas contra la ocupación nazi y el sufrimiento de la Segunda Guerra Mundial
13 abr 2013 . Actualizado a las 19:15 h.A finales de los años treinta, en Francia, como en el resto de Europa, se presagiaban tiempos de guerra. Los acuerdos de Munich no habían hecho más que añadir desasosiego a una situación que muchos creadores denunciaron en sus obras, intentando avisar de lo que se les venía encima.
Por entonces el arte iba ya dos pasos por delante de la realidad, enfocando su mirada hacia un futuro inminente. Películas como J'accuse de Abel Gance, en su segunda versión, y Le Grande Illusion de Jean Renoir recogieron en blanco y negro con un crudo realismo los horrores que acechaban; los surrealistas, por su parte, organizados en la galería Baux-Arts en torno a Breton y Duchamp, optaron por la metáfora a través de una exposición internacional que daba la bienvenida al espectador con un olor viciado procedente de 1200 sacos de carbón colocados a modo de nube amenazadora en el techo de las salas. No se equivocaban, «la pesadilla siniestra y glacial», como la llamó Rolan Barthes, no tardó en llegar.
En la Francia dividida por el armisticio de 1940 hubo artistas que se resistieron a la invasión alemana, penando en campos de concentración, internos en centros psiquiátricos o aislados en la soledad de sus talleres; otros, en cambio, se acomodaron cooperando con los invasores y el Régimen de Vichy.
Esta exposición recupera esa etapa artística que va entre 1938 y 1947, desde aquellos premonitorios augurios hasta la ansiada liberación. El cuidado discurso se inicia con la fotografía de unos niños jugando en un parque parisino al lado de un cartel que reza: «Prohibido a los judíos». La catarsis creativa ayudó a sobrevivir a muchos artistas. «Crear es resistir» dijo Picasso, amenazado por la Gestapo, insultado por compañeros colaboracionistas como Vlaminck y finalmente obligado al ostracismo en Royan. El español no solo no dejó de crear sino que concibió nuevas y audaces propuestas como la archiconocida Cabeza de toro, realizada con un sillín y un manillar de bicicleta, que encarna la improvisación de recursos a la que tuvieron recurrir la mayoría de los autores. Brauner, por ejemplo, escondido en una aldea de las montañas, experimentó con una nueva técnica de pintura que integraba cera y nogalina y Jacques Villeglé elaboró esbeltas siluetas con alambres rescatados de las ruinas de Saint-Malo.
A Picasso se le negaron encargos y exposiciones, Matisse fue apartado, Breton, Chagall, Duchamp, Hartung o Mondrian
lograron exiliarse; otros como Freundlich es arrestado, deportado y exterminado en Polonia, lo mismo que la desdichada Charlotte Salomon que muere con 26 años en Auschwitz; hubo quienes consiguieron salvarse haciéndose pasar por pacientes psiquiátricos. En cualquier caso, la mayoría batalló con su propia imaginación contra el gusto oficial que exclusivamente magnificaba la mitología, el paisaje y la maternidad como argumentos representativos, mientras degradaba a «arte degenerado» cualquier atisbo de modernidad que abstractos, expresionistas, cubistas, fauvistas o partidarios de la nueva objetividad producían. Solo en la galería de Jeanne Bucher encontraron apoyo y amparo un gran espectro de pintores y escultores prohibidos por los nazis.
La guerra no privó a los artistas de su creatividad y los que sobrevivieron a la dominación, a su modo, «hicieron la guerra a la guerra a través del arte». La cualificada exposición del Guggenheim finaliza con un capítulo dedicado a los que Duchamp posteriormente calificó como «anartistas», creadores que se revuelven contra todo orden establecido.
Entre ellos destaca, con extraordinarias y emblemáticas piezas, el revolucionario Jean Dubuffet, el mismo que supo ver en el arte de los outsider una inocencia de la que carecía el arte dominante. Sus obras son expuestas ahora en Bilbao al lado de las de figuras como Artaud, Wols, Hausmann, Fautrier o Henri Michaux, algunos de los que como él lograron exorcizar al nazismo con el arma de la creación.