En «Behind the candelabra», el actor interpreta con fascinante energía, conocida su delicada salud, al icono «kitsch» de los 60 y 70
22 may 2013 . Actualizado a las 07:00 h.La lucha por la Palma de Oro ofreció dos películas, La grande bellezza y Behind the candelabra que comparten acercamiento al abismo de la decrepitud y la presencia de dos actores en estado de gracia, Toni Servillo y Michael Douglas, para desencarnarla. En Behind the candelabra, Douglas interpreta con fascinante energía, conocida su delicada salud, al entertainer inclasificable Liberace, icono kitsch de los 60 y 70. Un hortera príncipe de las tinieblas que ponía un candelabro sobre su piano y con su capa de vampiro del show-business alimentaba su obsesión por la juventud eterna a base de cirugía y sexo con carne joven. Matt Damon es el último de los efebos vampirizados en el altar de Liberace, que moriría de sida en 1988. Es un placer saborear cómo Douglas sostiene a ese monstruo de purpurina y soberbia, sustentado en el oficio de Soderbergh para apuntalar el drama. Y en las impagables apariciones de Debbie Reynolds y Rob Lowe, viejas glorias casi coetáneas.
Cameo de Tosar
Paolo Sorrentino es un habitual de Cannes. Aquí ganó en el 2008 el Premio del Jurado por su magnífica Il Divo, en la cual Toni Servillo mudaba, en la piel del recién fallecido Giulio Andreotti. En La grande bellezza, Sorrentino vuelve a darle toda la responsabilidad a Servillo, actor colosal que aquí es absoluto epicentro, en el papel de escritor y dandi perdonavidas, de un carrusel abigarrado (con cameo de nuestro Luís Tosar) con ecos o mimetismos inequívocamente fellinianos, que representa el declive de la alta sociedad romana, entre fiestas más o menos bunga-bunga y un afectado spleen de Ciudad Eterna. La película es ampulosa y vende de maravilla humo con apariencia de cine de altura. El envoltorio rococó de orgía perpetua con el que Sorrentino envuelve su viaje a ninguna parte, cuela bien. Y fue largamente aplaudido. A poco que se reflexione sobre ella, se delata la caprichosa vacuidad de La grande bellezza, sus efectismos aparatosos de corto alcance. Lo que es indiscutible, y con muy probable reflejo en el palmarés, es la dimensión de actor mayúsculo de Toni Servillo, quien se echa a las espaldas la inconsistencia del filme y nos ofrece la única verdad de esta obra tramposa: su personaje de edecán de una dolce vita con regusto a arsénico. Su amargura, su cinismo, su asunción de la derrota de los gatopardos, se apoderan de cada plano de autenticidad dentro de este filme mentiroso.