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El debut de Eduardo Casanova, exhibido en Berlín, va de provocación «freak» pero se ahoga en su propia salsa
12 feb 2017 . Actualizado a las 05:00 h.Venía precedida Pieles, ópera prima de Eduardo Casanova, de aureola de cine extremo en su acercamiento a la sexualidad bizarra. Arranca con una secuencia bien sostenida, lo mejor de la función, en la cual Antonio Durán Morris paga por tener sexo con una menor de 11 años y sin ojos a una madame anciana y en cueros. A partir de ahí, Casanova ensortija una galería de frikismo (anti)erótico que incluye lavativas en obesidades mórbidas, rostros de mujeres acromegálicas y de hombres de cara cremada, enanas lascivas y por ahí. Pero ahoga enseguida su capacidad de epatar en el color de rosa que preside el cromatismo del filme y que devora el supuesto aire transgresor de la película. Porque bajo esa epidermis de cine parafílico y grimoso lo que late en Pieles es un fondo de redención, un «to er mundo es güeno» no muy distante del pansexualismo bondadoso de Paco León en Kiki, el amor se hace. El joven Casanova no es Xavier Dolan, aunque use de leit-motiv Alguien cantó, en una versión española de la balada retro de Matt Monro. No alcanza ni una sombra de la oscuridad del Vermut de Magical Girl porque le puede una ternura finalista bovina, claudicante. Y por supuesto, a la hora de profundizar en el horror de la naturaleza humana es un párvulo que se queda bizco mirando al austríaco Ulrich Seidl. Pieles, así, envenena de pink power su gamberrismo y se queda en muy poco. La Cara de gitana de Daniel Magal -otro homenaje musical kitsch- mientras Candela Peña, faz demediada, cabalga al hombre elefante. Y las ganas del buenista Eduardo Casanova de ser un malote como Bruce la Bruce.
En la lucha por el Oso de Oro, posee valor el humor vitriólico de la alemana Wilde Maus, de Josef Hader, que tiene como protagonista a un crítico musical despedido de su revista y cabreado con el mundo. Me aburre Felicité, en la que Alain Gomis seca el componente emocional de una madre coraje cantante que lucha por su hijo enfermo en la dureza de Kinshasa. Y contemplo a Geoffrey Rush, con el síndrome perpetuo del ganador de Óscar condenado a encarnar a celebridades (ha sido el marqués de Sade, Peter Sellers y hasta Trotski), que se pone la peluca del pintor y escultor Alberto Giacometti en la innecesaria Final Portrait, donde le dirige el también actor Stanley Tucci.