La directora británica martiriza la jornada de la Berlinale con su última película, una humorada de medio penique
14 feb 2017 . Actualizado a las 08:11 h.En esta Berlinale que está poniendo a prueba la resiliencia de las retinas con tanto cine prescindible se nos apareció una sombra remota y nimia del pasado. La británica Sally Potter fue apenas un efímero rastro de falsa modernidad hace nada menos que un cuarto de siglo, con una adaptación del Orlando de Virginia Wolf que no ha resistido ni la prueba del carbono 14 ni la de un día en la nevera. Y así, esta presencia de Potter en el Palast con un film titulado The Party es más una exhumación que un acto cinefílico. Un vodevil en blanco y negro, de humor grueso -menos mal, breve- sobre una cena que convoca la lideresa de un partido político, Kristin Scott-Thomas, y en el curso de la cual su marido -encarnado por Timothy Spall, siempre a flote, incluso en boberías como esta- anuncia su enfermedad terminal mientras hace de pinchadiscos. La sala celebra los gags, de un nivel pedestre, con alborozo. Tal vez están contentos al comprobar que Sally Potter aún habita entre nosotros, aunque sea para martirizarnos la jornada con esta humorada de medio penique.
La alemana Bright Nights, de Thomas Arslan, cuenta con sobriedad elogiosa el (re)conocimiento de un padre y su hijo adolescente que comienzan su andanza por los montes de Noruega como dos extraños. Y entre las fricciones de los rencores e inseguridades del joven, perfilados con destreza y suavidad, va surgiendo el acercamiento. Arslan nos ahorra cualquier emotividad innecesaria y funde en el paisaje y en la niebla esta quiebra, esta medio orfandad bien encauzada hacia la tenue y limpiamente resuelta reconciliación de este film notable. La taiwanesa Mr. Long, de Sabú, es trama de redención de un killer enviado a Japón a matar yakuzas, y devenido ángel protector de un niño y de su madre yonqui. Hay algo de ternura insólita en esta conversión estrafalaria del matador en cocinero profesional de tallarines estilo China insular.
Últimos días en La Habana, del veterano Fernando Pérez, es melodrama que juega con elementos estereotipados del cine cubano posterior al «período especial» de los 90 del siglo pasado. Las miserias y noblezas de esos habitantes hacinados en una casa de Centro Habana. La homosexualidad y el sida que va matando. La disidencia existencial a la espera de la visa con destino a Nueva York. Pero todo suena a crítica apañada, digerible por el oficialismo. Habría que preguntar qué sucede con la película de Carlos Lechuga Santa & Andrés, esta sí escandalosamente censurada en el diciembre pasado por el gobierno de Cuba en el festival de La Habana, en medio de las exequias de Fidel Castro.