Una nueva edición del tratado atribuido a Dioscórides añade comentarios contemporáneos y las apostillas del traductor español del XVI
14 dic 2019 . Actualizado a las 05:00 h.No hay cultura o civilización que no se haya interesado por el conocimiento y uso de animales y plantas venenosas, sea para defenderse de sus efectos adversos, sea para usarlos con fines maliciosos o médicos. Uno de los tratados clásicos sobre la cuestión es el Libro de los venenos, el sexto volumen de la Materia médica de Dioscórides, aunque desde hace tiempo la mayoría de los especialistas sostienen que se trata de una obra espuria. Atribuciones aparte, su lectura no ha perdido interés para quienes, desde la medicina, la farmacología, la biología o la historia de la ciencia, busquen en sus páginas «solaz disfrute y divertimiento», en palabras de Antonio Guzmán Guerra, traductor y editor de la nueva versión de la obra que ha publicado Mármara Ediciones.
Se trata, en realidad, de una propuesta de triple lectura. El texto original atribuido a Dioscórides se añaden los comentarios de su primer traductor al español, el médico humanista segoviano del siglo XVI Andrés Fernández Laguna, y también los del traductor contemporáneo, que amplía el alcance de los venenos a obras de autores posteriores como Emilia Pardo Bazán, Quevedo, Juan Ramón Jiménez, Pablo Neruda -de quien no pocos sospechan que murió envenenado- o Gabriel García Márquez.
Este Libro de los venenos consta de 69 capítulos en los que se abordan 43 animales venenosos y 26 plantas. Antonio Guzmán reconoce que su lectura no puede ser la de un compendio práctico de remedios para hacer frente a intoxicaciones, incluso aquellos que parecen haber vuelto del pasado, como el reciente caso de rabia detectado en un hombre de Bilbao. Dioscórides propone como remedio dos cucharadas de una mezcla de la ceniza resultante de quemar cangrejos de río y polvo de genciana; difícilmente le administrarán esta cura al paciente.
Las setas de Pardo Bazán
No obstante, hay situaciones que siguen resonando hoy. Como el capítulo sobre las setas, al que Guzmán arrima un cuento de Pardo Bazán sobre tres matrimonios urbanitas que tras un paseo por el campo se empeñan en que la cocinera de la fonda donde se alojan les fría los hongos que han recogido. La hospedera invoca la sabiduría popular que asocia las setas al diablo, por lo que sus clientes la tratan de ignorante. No tarda mucho en aparecer el médico para tratar su intoxicación, leve gracias a que la cocinera solo les preparó una pequeña parte de su botín micológico.
La curiosidad histórica no se acaba en la antigua Grecia, sino que abunda también en los comentarios de Fernández Laguna. La eminencia renacentista informa, por ejemplo, de que no solo el contacto con el tejo es venenoso, sino también su sombra. O que los paños que ha tocado la sangre de la menstruación se vuelven inservibles, ya que, en teoría, son tóxicos. Tampoco pasa inadvertido el experimento que llevaron a cabo en la residencia de su protector, el cardenal Mendoza, sometiendo a un perrillo a los colmillos de una víbora: la teoría era que el veneno ya no sería mortal en una segunda mordedura; no hubo ningún voluntario humano para probarlo.