Nos gusta mucho aquella frase de Jean Cocteau que decía algo así como que el cine es un templo, con sus dioses, sacerdotes, guardianes y víctimas sacrificadas. Y, cuando llega la hora de las fiestas y los premios, nosotros, viejos cinéfilos sentimentales, no podemos evitar pensar en las víctimas, en los que van a perder o en los que no van a ganar, si se prefiere ser correcto. Pero este año nos parecerá bien gane el que gane, aunque parezca cantada la victoria de Almodóvar en muchos frentes. Y es que han llegado a la quiniela final solo cosas buenas; pocas veces hubo tanta calidad y variedad: las tenemos de autor consagrado, hay superproducciones históricas, las hay necesarias y también para pequeñas salas alternativas. Todas mantienen un hilo con el pasado, aunque parezcan novedosas. Por ejemplo, viendo La trinchera infinita recordamos El hombre oculto de Alfonso Ungría. Y las otras nos evocaron a Werner Herzog, a Jean Renoir o a John Ford. En fin, que el cine es un eterno hilo -de Ariadna- continuo.