No todos los sabuesos son iguales. Los hay que pecan de ingenuidad, que buscan la verdad porque, románticos, creen a ciegas en su valor, y los hay sin escrúpulos, que saben muy bien qué partido sacarle a ese conocimiento. John Glass parece enmarcarse en la primera categoría, aunque debe analizarse pormenorizadamente qué fue lo que lo movió a contratar a Dylan Riley. ¿Quería simplemente ahorrarse el trabajo más engorroso? ¿O buscaba a alguien que no se pararía ante las trabas que a sus investigaciones pondría el entorno del Gran Bill? Riley, ya en su fisonomía, ese lémur que lleva plasmado en el rostro, avanza que puede comportarse como una especie de alimaña; de hecho, Glass, pese a ser el empleador, se halla incómodo y a merced de su colaborador cada vez que hablan. Debería haber sabido que el Lémur no se detendría en nada, que en cuanto oliese la sangre se cebaría. Es más, esa sangre sería el argumento central en la renegociación de su posición en esta prometedora relación mercantil. En fin, ¿qué busca Glass realmente?