Fernando García de Cortázar fue durante su primera etapa de historiador un reconocido experto en historia del País Vasco y de la Iglesia española. Allí demostró todo lo que había que demostrar como historiador de prestigio.
A principios de los años noventa le propuse un desafío: escribir una síntesis de la historia de España, de carácter divulgativo y para lectores no habituales de ese género. Hay que tener en cuenta que la divulgación histórica no tenía prestigio entre los historiadores académicos y que, desde la muerte de Franco, no se había publicado una síntesis de estas características, pues predominaban las historias regionales.
Fernando acogió el proyecto con entusiasmo y lo ejecutó con brillantez. Y de ese modo dinamitó la forma de entender la historia entre sus colegas, el público y, por supuesto, los editores.
Desde entonces se convirtió en el más cotizado de los historiadores, abandonó la historia académica y abrazó la divulgativa como si de una misión evangelizadora se tratara. Gracias a ello ha dejado varios puñados de títulos muy leídos y apreciados por el gran público.
En otro sentido Fernando fue un pionero en alzar la voz contra la ETA, cuando eran un puñado (literal) los que se reunían a pecho descubierto en la calle, cuando la banda mataba a alguien, frente a la inclemencia de los insultos de los aprendices de terrorista. Se puede decir que fue la primera persona que señaló la desnudez de la patología vasca cuando solo se hablaba entre susurros y ante interlocutores de mucha confianza.
Cualquier recuerdo de la figura de Fernando no puede obviar su devoción a la palabra escrita, eso que tanto decía de «la voluntad de estilo», la forma además del fondo, y para coronarlo todo, la poesía, el arte más difícil, que tanto leía y que introdujo masivamente (como marca de la casa) en todos sus libros. Quizá escribía tan bien por la mucha poesía que leyó siempre.