Sean Penn se va a la guerra de Ucrania para mirarse al espejo y lleva después su documental a la Berlinale
CULTURA

El filme de John Trengove «Manodrome» propone en el festival un asalvajado remix de «Taxi Driver» y «El club de la lucha»
18 feb 2023 . Actualizado a las 21:27 h.Te enteras de que Sean Penn ha estado en Ucrania para relatarnos su visión de esa guerra y te temes lo peor. De una parte está su lacerante decrepitud autoral, la que ha llevado al director proteico de Extraños vínculos de sangre, Crossing the Line o El juramento a resultar irreconocible en sus dos batacazos estruendosos en Cannes con The Last Face y Flag Day.
Además de esas señales de pérdida del norte, te encuentras al personaje público. Al Penn que apoyó a Fidel y a Raúl, que era amigo cercano de Hugo Chávez y medió para que a través de él el régimen iraní liberase a un ciudadano norteamericano. Y que llegó a entrevistar al Chapo Guzmán cuando este se encontraba fugado. Y opinó como razón que en México había dos presidentes de facto. A la sazón, Enrique Peña Nieto y el jefe del cartel de Sinaloa. Y, mira, no sé si a lo peor en esto no andaba tan desencaminado.
No caben dudas de que en su relato sobre Ucrania, Sean Penn no va a diferir de la corriente razonable: la de la condena a la invasión rusa y el apoyo a las víctimas en Ucrania. Entre otras cosas porque de ser de otra forma, de mostrar algún atisbo de simpatía por el diablo, esta Berlinale que ha implementado en su escaleta altas dosis de producciones ucranianas para mostrar su apoyo a la causa no hubiese admitido en ningún caso programar el documental del norteamericano.
Y encuentras que sí, que en efecto Sean Penn siente que por una vez está en el lado bueno de la historia. Su visceralidad se corresponde con la política general de Occidente y de su propio país, respecto del cual tantas veces se ha posicionado como disidente. Pero también vas viendo enseguida que, en realidad, el director conocido como Sean Penn ha ido a Ucrania a mostrarnos no los desastres de la guerra sino lo que siente ante ellos el personaje del mismo nombre.
Que cuando habla con una mujer que le está contando la muerte de sus seres queridos, la cámara mira a esa mujer y luego se centra en el rostro de la estrella y en su ceñuda y compungida mueca con la que el astro empatiza con ese dolor. O sea, que en realidad, el otrora grandioso actor y también director ha ido a Ucrania a hablar de su libro.
Su película, rodada en Kiev desde los primeros días de la guerra (le pilló allí casualmente porque pensaba rodar algo sobre ese conflicto territorial desde el 2021) va en realidad del careto de Penn y de cómo parece que pone en riesgo su vida cuando su vehículo viaja en Kiev del palacio presidencial donde ha entrevistado a Zelenski al hotel cercano donde se aloja.
No sé si el título de la película, Superpower, es una abierta confesión de ese narcisismo descomunal y desagradable. Todo es vacuo, tanto como las entrevistas con Zelenski, torpes y planas. Como a mí tampoco el presidente ucraniano me parece un gran comunicador el resultado de ese encuentro en la cumbre es la nada.
Mientras paso de atender a la circunspección del reportero divo y miro qué hora es me viene a la mente aquella entrevista mastodóntica que Oliver Stone consiguió de Vladimir Putin. Fueron ocho horas de metraje. Es el documento visual que proporciona la mayor información registrada sobre el zar criminal. Y apesta a azufre pero te aporta crudeza sibilina, te intimida. Te hace sentir que estás viendo imágenes y palabras que te van a documentar de verdad sobre las raíces del mal. Y no hay continuos primeros planos de Stone y su ombligo. No sé si sigue ese material disponible en la plataforma en donde estas imágenes estaban al alcance de un clic o si se ha considerado que no hay que dar altavoces -aunque sea desde el pasado- al invasor que ha generado tanto daño.
Ecos de «Taxi Driver»
Hay muy contadas cumbres del cine norteamericano que ejerzan una imantación tal que fuerza a tantas películas a volver más tarde -o muchísimo después, como en este caso- sobre los caminos que aquellas inauguraron. Una de ellas es Taxi Driver y el sendero que desmochó es, claro, un pasillo dantesco por el cual hemos visto circular a mucha fauna de diverso pelaje autodestructivo, alguna firmada incluso por Paul Schrader el mismo guionista del libreto original del filme de Scorsese.
Manodrome, del realizador sudafricano John Trengove, es un directo y asalvajado intento de aggiornamento del gran clásico. Y no solo porque el heredero de aquel Travis Bickle posVietnam no sea ya un taxista sino un conductor de la uberización. Cuando se filmó Taxi Driver personajes como el encarnado por Robert de Niro eran localizados perros verdes marcados por el trauma de la guerra en la jungla asiática.
En la Norteamérica actual son millones. Es la llamada white trash, la basura blanca que se siente enfurecida con su precariedad vital, ninguneada por el mestizaje de razas. Por eso, el Jesse Eisenberg de Manodrome es muy representativo de toda esa horda que asaltó el Capitolio. O de todos los que acribillan colegios, bares o iglesias. O de las mesnadas que son mayoría silenciosa y esperan en sus casas.

Manodrome afina más y aporta otra herida esencial en esa crisis de los desesperados: el derrumbe ante el cuestionamiento del rol de la masculinidad. Esta deriva es, de hecho, esencial en la carretera al infierno de su protagonista. Su ruta pasa por la vigorexia y el sudor de los gimnasios -donde envidiará la musculatura de los afroamericanos- y no se anda con rodeos.
Introduce a Eisenberg -atragantado en sus complejos, en su homosexualidad no asumida, en la tensión con su mujer embarazada- en una secta que podría tener algo de El club de la lucha de Fincher y que cuenta como sumo sacerdote con un recuperado Adrien Brody. Y aunque Manodrome no deja de ser un pastiche de todo ese cine con el cual es incomparable, sí hay que reconocerle que en su guion anidan algunas bombas de relojería que activan la función.
Supongo que el pérfido director, John Trengove, es también consciente de la muy inaceptable ambigüedad ideológica que casi entiende y acaricia a este cachorro herido. Pero como festival del cine del mal rollo lo suyo llega bastante lejos. Para desagrado de la concurrencia que prefiere cosas como un ñoño melodrama chino titulado The Shadowless Tower, obra de Zhang Lu, que emplea dos horas y media en un baño de cursilería (los chinos, cuando se ponen, son peores que las telenovelas turcas) sobre la familia, el perdón, la orfandad, las enfermedades fatales, todo subrayado hasta el hastío. Pero no pasa nada porque se supone que habla de la bondad humana. Y ahí es fácil comulgar. Me quedo con el infierno. Aunque sea tan bizarro y usurpador de grandezas ajenas como el del nieto ilegítimo de Taxi Driver.