¿Por qué «Succession» es una serie mala?

Carlos Portolés
Carlos Portolés REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Bajo el envoltorio de una notable factura en casi todos los frentes, se esconde un producto sintomático de males profundos y generales

23 feb 2024 . Actualizado a las 22:54 h.

Este texto es ingenuo. Hasta se podría decir que mojigato. Pero tampoco es una homilía. En el fondo, es la simple opinión de un tipo. Aquí va. Succession es una serie profundamente mala. La factura técnica es impecable. Los actores tienen oficio —algunos son incluso muy talentosos—. El ritmo, si le gustan a uno las cosas de tal jaez (y admito que no es el caso), es ciertamente dinámico. El análisis de las partes por separado señala hacia un todo como mínimo notable. Y, sin embargo, dando dos pasitos hacia atrás me quedo horripilado con su sola existencia. Con lo que dice del mundo que sus personajes sean jaleados y que cuando se discute la obra se hable en términos de hinchada futbolera, de adhesión a alguna de las ficticias facciones. —«Yo soy equipo Kendall», dicen unos. «Yo siempre fui de Tom», responden otros—.

Succession es una cosa de la tele y, como tal, es poco más que una mentirijilla. De acuerdo. No es un tema muy grave por sí solo. Sí es, no obstante, uno de los muchos síntomas de un mal general. Y si es admisible decir en voz alta que se sienten simpatías sinceras por tal o cual deshecho bípedo de la pantalla chica, también lo será (es de suponer) escribir que la serie entera es, en realidad, ponzoña destilada.

El pecado de Succession se agazapa precisamente bajo su virtuosa confección. Un ejercicio que, sin demasiados alardes ni delante ni detrás de la cámara, completa todas sus efectistas pero rutinarias acrobacias con redondez y oficio. El pulir escrupuloso de la forma encierra, sin embargo, fondos oscuros tan subliminales que ni siquiera tienen que ver con las intenciones de las plumas que hicieron nacer todo este mondongo. Un sindiós (literalmente) parapetado en una pomposidad descreída que por querer estar en contra de absolutamente todo, como subido a una torre de mármol, acaba siendo desmatizada y opacamente oscura incurriendo, por lo tanto, en la planicie.

«Un sindiós (literalmente) parapetado en una pomposidad descreída que por querer estar en contra de absolutamente todo, como subida a una torre de mármol, acaba siendo desmatizada y opacamente oscura incurriendo, por lo tanto, en la planicie».

El espectáculo penoso de nuestro tiempo es el de la escalada ruidosa de lo tenebroso a las más altas cimas. A los púlpitos del elogio. El trampantojo de un cinismo punzante pero también un poco idiota que se reviste con los ropajes cegadores de una brillantez que, tras el destello inicial, no esconde sino endeble cartón. Que no alcanza ni en grado de tangencia nada que se asemeje a la geniealidad en nada que no sea el frío análisis de la fría superficie. Algunas expresiones artísticas contemporáneas corren un peligro. El de recrearse tanto en los dibujos de la maldad que acaben convertidas en una especie de culto a lo feo y lo injusto. Se construyen los principios, lo deseable, lo moral, no en búsqueda del bien sino en continua denuncia del mal. Y así, se llega exclusivamente a conclusiones negativas. Se identifica —con subrayados muchas veces chuscamente obvios— aquello de lo que se debe estar en contra. Pero no se aportan las herramientas para identificar la luz ni en sus versiones más pequeñas, cotidianas y elementales. Lo que surge de esta lucha entre el mal y la nada es un vacío. Y en este espacio sin llenar resuena la ausencia de aquello por lo que merece la pena vivir.

El tiovivo del mal

Es en este duelo entre el mal, que es un algo, y la negación constante de todo, que es la nada, en el que muchos pueden sentir la tentación de abrazar lo primero, por simple deseo de saberse en conexión con las cosas que existen y, al menos, pueden tocarse. Entonces es cuando se cae en la mistificación fetichista de figuras siniestras. Y, arrimándonos a esas prácticas tenebrosas, dejamos entrar al mal. Lo arropamos y lo adoptamos. Lo sentamos a nuestra mesa. Lo romantizamos y lo relativizamos. Hacemos de él un bien de mercado o una referencia pop. Apostamos por tal o cual personaje y llegamos a desear, en un delirio febril y con nuestras convicciones más íntimas en suspenso, que consiga sus objetivos venenosos.

Y en esa aceptación repetitiva del veneno ficcional, se erosiona poco a poco nuestra carne y poco a poco se erosiona nuestro hueso. Así, acabamos nosotros mismos insuflados de malignidad y malísimos son los mundos que construimos. Va esto en alimento del círculo infinito de la desesperanza. En las sociedades sucias es la simpatía por la suciedad lo único que puede prosperar. Y así, lo que nace de las mentes —de las creativas y de las planas— es cada vez más perverso. Y nuestros referentes son cada vez más malos. Y nosotros somos cada vez más malos. Y la pregunta final que surge en el mareo de observar el girar y girar y girar del tiovivo de la hez es: ¿Qué fue antes, la maldad nuestra o la maldad de lo que consumimos?