El autor estadounidense desnudó su alma y relató sus inicios en la escritura durante un encuentro celebrado en el otoño del 2017 en la Feria del Libro de Guadalajara, en México
02 may 2024 . Actualizado a las 15:36 h.Otoño, 2017. Guadalajara, México. En la sala Juan Rulfo, Paul Auster cambia la atmósfera. Convierte en diván y confesionario aquel escenario y público dignos de una estrella de rock. Del brillo de los focos a la media luz. Del griterío al susurro. De la obra al hombre. «Al escribir la última línea de 4 3 2 1 casi me caí al suelo, tuve que apoyarme en la pared», reconoce. No se centra en la que entonces era su última novela porque, sobre todo, habla de su vida. De momentos. Fogonazos repentinos y apagones súbitos. Del impacto de lo inesperado. Del influjo de lo inminente. Cuenta que, cuando cumplió 66 años, la edad a la que falleció su padre, empezó a vivir bajo ese sino, «el influjo de lo inminente». Un tijeretazo repentino al horizonte que ya comprobó a los 14, cuando en una aventura por el bosque con su pandilla vio cómo un rayo fulminaba al amigo que lo precedía. Lo inesperado. Recuerda cómo se sintió hipnotizado al presenciar un ensayo de danza sin música en Nueva York y cómo, cada cinco minutos, una mujer lo arrancaba de ese sueño para explicar la coreografía con una tosquedad que nada tenía que ver con la belleza del baile. «Eran palabras impropias. Noté aquella inmensa grieta entre la palabra y el mundo», dice.Era un 14 de enero de 1979. Explica que él necesitaba unir por su cuenta esos dos cables que solo juntos provocan la chispa, que el verbo fuera digno del mundo que relataba. Esa noche llegó a casa y empezó a escribir. A las dos de la mañana, en aquella madrugada de nieve y silencio, sintió que todo había cambiado. A las siete, lo supo con certeza. Sonó el teléfono. Su padre había muerto. En carne y hueso, a unos metros, se notaba que Paul Auster caminaba bajo esa y otras sombras. Eran el negro de su tinta.