Murakami, una vida vivida a ritmo de jazz

H. J. P. REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

Murakami, con su colección de más de diez mil vinilos, en su sala de escucha de música (arriba, a la derecha, cuatro de los retratos de Makoto Wada). A la derecha, retrato de Duke Ellington que ilustra la portada del libro.
Murakami, con su colección de más de diez mil vinilos, en su sala de escucha de música (arriba, a la derecha, cuatro de los retratos de Makoto Wada). A la derecha, retrato de Duke Ellington que ilustra la portada del libro. Tusquets

Un libro recoge las breves semblanzas que Murakami realizó sobre algunos de los más grandes genios de un género musical que marcó su memoria emocional y su literatura, son medio centenar de textos que glosan los dibujos pintados por Makoto Wada

18 abr 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

Haruki Murakami (Kioto, 1949) escucha jazz desde que con 14 o 15 años le regalaron por su cumpleaños unas entradas para un concierto en Kobe. Se quedó atónito. Fue un amor a primera vista. Como el que experimentó con su mujer. Con apenas 20 años conoció a Yoko Takahashi (eran alumnos de Arte Dramático en la Universidad de Waseda). Se casaron en 1971.

Al dejar la universidad, y no lejos de ella, en la ciudad de Kokubunji, 30 kilómetros al norte de Tokio, la precariedad económica de la pareja los llevó a montar un bar de jazz en 1974 —Murakami ya tenía una colección de 3.000 discos—. Lo bautizaron Peter Cat en honor al gato que, paciente, permanecía al lado de él mientras escuchaba sus vinilos. Trabajó, ahorró y rogó préstamos para abrir el club, un pequeño local desvencijado y sin mucha ventilación, lleno de humo, pero acogedor para estudiantes y melómanos. En 1977 se trasladaron a un inmueble cerca de la estación de Sendagaya, en el barrio tokiota de Shibuya.

«No era en absoluto un local grande, pero tampoco era tan pequeño. Lo justo para que cupieran un piano de cola y un quinteto. Durante el día servíamos cafés y por las noches se transformaba en bar. También servíamos alguna cosilla de comer y, los fines de semana, programábamos alguna actuación en vivo. Como en aquella época este tipo de establecimientos todavía eran inusuales, acudían clientes y el negocio iba tirando», recuerda en De qué hablo cuando hablo de correr.

Murakami atendía la barra y pinchaba a sus músicos favoritos. Sonaba jazz constantemente, y músicos jóvenes tocaban en vivo. Lo alentaba íntimamente una sencilla motivación: «Me permitió escuchar jazz desde la mañana hasta la noche». Había decidido, además, que como músico era bastante mediocre.

Entonces, un día fue a la librería Kinokuniya en Shinjuku, se compró un paquete de folios y una pluma Sailor de unos mil yenes: «una inversión de capital muy modesta», según su relato. Y comenzó a escribir. La música, la lectura y, ahora, la escritura le permitían desconectar de las tensiones del empresario agobiado por las reformas del local y las facturas.

No fue un niño —ni un joven— que leyese literatura japonesa; su propia tradición le parecía aburrida. «Derivé hacia la cultura occidental: el jazz y Dostoyevski y Kafka y Chandler. Ese era mi propio mundo, mi tierra de fantasía». De todo ese cóctel, de los libros leídos, tomó en préstamo, en una suerte de imitación, el estilo, la estructura... Iniciaba así el viaje en pos de su estilo. No hace mucho confesaba la importancia de la música en su literatura: «Más que estudiar y aprender técnicas de escritura a partir de novelas de otros autores, yo tiendo a prestar mucha atención al ritmo, las armonías, la improvisación libre y esa clase de cuestiones».

«Mientras llevaba el bar, sentado ante la mesa de la cocina a altas horas de la noche», escribió Escucha la canción del viento (1979) y Pinball, 1973 (1980). Dos años después vendió el negocio y se hizo narrador a tiempo completo. Pero su pasión por el jazz nunca cejó. Hoy tiene más de diez mil vinilos, una colección que, como por justicia poética, ha donado a la Universidad de Waseda.

En esa línea de devolver un poco lo recibido, escribió una serie de semblanzas de músicos de jazz para glosar los retratos que el dibujante Makoto Wada (Osaka, 1936-Tokio, 2019) había realizado previamente. Publicado en 1997 y ampliado en el 2001, Retratos de jazz acaba de llegar al mercado editorial castellano de la mano de Tusquets.

«Desde que el jazz me sedujo y entró en mi vida —confiesa en el epílogo—, no ha dejado de ser una parte sustancial de ella [...]. Quizá precisamente por eso no me resulta fácil escribir sobre jazz. Se trata de algo demasiado íntimo y no sé qué debo decir ni cuánto alargarme». Sin ánimo de pontificar, con modestia, Murakami aborda breves semblanzas muy emocionales de Lester Young, Chet Baker, Miles Davis, Ellington, Eric Dolphy, Billie Holiday, Django Reinhardt, Sinatra..., una selección de genios muy clásica (responsabilidad de Wada) que olvida a Coltrane, Barry Harris, Sun Ra o Keith Jarrett. Pero son todos los que están. Lo tomas o lo dejas. Es Murakami, es suficiente.