Muere Sebastião Salgado, el fotógrafo que quiso dar voz a los más débiles y que se negó a cerrar los ojos
CULTURA
El fotodocumentalista brasileño sentía un gran afecto por la cultura de Galicia, por el mar y sus gentes
23 may 2025 . Actualizado a las 22:18 h.La muerte de Sebastião Salgado, Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 1998, deja a la humanidad todavía más ciega —inmensamente más ciega, de hecho— de lo que ya estaba. Cuando los ojos del fotógrafo brasileño, que tenía 81 años, se cierran para siempre, el mundo da un nuevo paso hacia la oscuridad. Sin las cámaras de Sebastião Salgado, este terrible tiempo que nos ha tocado vivir queda sumido en una noche sin fin, una noche sin esperanza. Nacido en el estado brasileño de Minas Gerais y economista de formación, Salgado, siempre del lado de los desfavorecidos, de los más pobres, de las víctimas de las guerras y de quienes pasan hambre, luchó, con sus imágenes y con el testimonio de su vida, contra toda forma de crueldad y de injusticia. Pero —lógicamente— no pudo cambiar el curso de la historia, porque este es un tiempo en el que el ser humano parece haber decidido arrancarse del corazón la piedad para llenar de tinieblas su alma. Hombre de una sensibilidad infinita, fue un creador que jamás renunció a la utopía. Estuvo siempre con los que sufren. Hasta el último instante.
Si me permiten ustedes un recuerdo personal, no querría yo dejar de contarles hoy la profunda impresión que Salgado me causó cuando lo conocí en un tiempo que ya no existe: a comienzos de los años noventa del pasado siglo. Hablamos, entre otras muchas cosas, de Astano, del formidable astillero de Fene que, por aquel entonces, ya se había visto más que apartado, por decisiones políticas, de la fabricación de los inmensos navíos que asombraron al mundo años antes. Le conté a Sebastião lo mucho que me había impresionado, cuando yo tenía seis o siete años, ver la botadura del superpetrolero Arteaga, un inmenso gigante de acero en cuya construcción habían trabajado tanto mi padre como mi abuelo. Y entonces él me dijo algo que nunca olvidé: «Cuando uno de esos grandes barcos llega al mar —señaló—, ya forma parte, para siempre, de la vida de quienes lo construyeron».
Sebastião Salgado tenía muchos amigos en Galicia. Gran parte de ellos, por cierto, vinculados a la tan recordada Fotobienal de Vigo, aquel maravilloso encuentro, impulsado por Manolo Sendón y Xosé Luis Suárez Canal, que situó a nuestro país, a nivel internacional, en el epicentro de la mejor fotografía. Ni que decir tiene que la fotobienal ayudó mucho a acercar la obra de Salgado al gran público cuando él aún no era, ni mucho menos, un «fotógrafo de masas», una de las grandes marcas de la cultura contemporánea.
Una obra inmensa
Poco después de sus primeras visitas a Galicia le escuché impartir, en El Escorial, una conferencia que reunió a cientos y cientos de personas, entre las que se encontraban fotógrafos llegados desde todo el país. El siglo XX no había terminado todavía, pero Sebastião ya se estaba convirtiendo en un verdadero símbolo —quizás en el mayor de cuantos han existido— de lo que en verdad ha de ser un fotógrafo: alguien empeñado en vivir con los ojos abiertos y dar testimonio de ello. La obra que deja tras de sí es inmensa. Oírlo hablar era verdaderamente asombroso, su voz tenía una fuerza hipnótica.
A algunos nos gustan, sobre todo, las fotos que hizo al principio de su carrera, las de Outras Américas. Pero también, cómo no, su reflexión sobre el fin del trabajo industrial... y su mirada sobre la naturaleza. Heredó una inmensa hacienda en Brasil y la convirtió en selva de nuevo. Hoy el jaguar camina por ella.