
Editan las memorias del pianista -que cumpliría ahora cien años- en que repasa los tiempos cruciales del jazz y retrata a genios como Ella Fitzgerald o Billie Holiday
17 sep 2025 . Actualizado a las 17:50 h.Cuando se cumplen cien años del nacimiento de uno de los virtuosos del swing y el jazz, Oscar Peterson, su música, engranaje entre los primeros maestros como Duke Ellington, y las nuevas generaciones, se consolida con el paso del tiempo. Ahora también se editan en España las memorias del pianista, Mi vida en el jazz (Libros del Kultrum), donde expone su perspectiva del oficio: «La perfección es lo único que vale», dice. Una frase que sirve para resumir su trayectoria y sus interpretaciones. Como Tristeza, registrada en 1971, un tema cuyo título evoca lentitud y melancolía, pero que acelera el tempo hasta el extremo, sin fallar una sola nota, transmitiendo todo lo contrario. Así era el genio de Peterson, que a lo largo de su carrera ganó ocho Grammy y grabó más de medio millar de piezas.
Con unas manos que podían abarcar 18 teclas del piano, Peterson (1925-2007) comenzó tocando en los 40 al estilo de Art Tatum y perteneció a orquestas ya olvidadas, pero que en esos años de esplendor hacían giras y llenaban locales por Canadá, el país natal del pianista, imitando a Benny Goodman. Peterson se ganaba la vida y aprendía los secretos de los arreglos, la improvisación y la composición. En sus recuerdos de aquella época vivida sobre todo en Montreal, Peterson se definió a sí mismo como un «novato jazzístico». Influido por artistas como Dizzy Gillespie, Coleman Hawkins o Barney Kessel, prosiguió sobre las tablas.
Sin siquiera un permiso temporal de trabajo, el canadiense llegó a Nueva York, parada que sigue siendo imprescindible para los que quieren llegar lejos en el jazz, promovido por Norman Granz, uno de los más importantes hombres tras bastidores en los clubes y teatros. Para remediar su situación legal, subía al escenario como un invitado improvisado que estaba entre el público. Tocó incluso en el Carnegie Hall. Se abrieron las puertas y comenzó a recibir contratos. Formó su propia banda con su nombre como sello y, además de tocar en la ciudad, salió a la carretera.
Por aquella época siguió el consejo de su madre: si quieres grabar, llama a las discográficas y díselo, asegura en sus memorias. Tuvo éxito. Después de algunas grabaciones que prefirió nunca reeditar, en los 50 hizo una colección de homenajes a Gershwin o Cole Porter, entre otros varios, y comenzó a grabar unos años después con los ya consagrados Stan Getz, Lester Young y Gerry Mulligan, con lo que se consolidó en el panorama musical. Solo esa década de actividad sacó 18 discos. Con Herb Ellis hizo uno de sus conjuntos más memorables, una prueba de fuego para todo músico. El trío de piano, guitarra y batería. Sus álbumes están en el top de lo mejor que se ha grabado en jazz.
Eran tiempos también de discriminación y racismo, que persistía en el sur de EE.UU. donde se aplicaba la segregación racial. La sufrió Peterson y luchó contra el prejuicio con canciones como Hymn to freedom. Fue de los primeros «artistas negros» que estuvo en nómina, aunque rememora la ira e indignación que sentía cuando tenía que desplazarse a hoteles «inmundos» o comer frío. Sin parar en lo musical, también conoció los bajos fondos y las fiestas enloquecidas donde reinaba Billie Holiday. «Lo primero que vi fue un cuerpo que bajaba rodando por las escaleras en mi dirección», escribe Peterson. «Levanté la vista y advertí que Billie Holiday estaba en lo alto, con una botella de Coca-Cola en la mano, apuntado con ella al individuo tendido a mis pies. Se disponía a tirársela en la cabeza [...] Me quedé atónito al ver que era un botellín con cocaína. Pero allí seguí un buen rato más, porque no quería ofenderla». Con «elegancia», Peterson eludió las tentaciones destructivas que arrasaron a unos cuantos de los mejores músicos. «No tardé en comprender que aquel no era mi ambiente».
Increíblemente rápido y preciso, dominador de tempos y armónicos, con la vieja maña de tantos otros virtuosos de hacer scat sobre sus notas y, en ocasiones, asumir el papel de divertido maestro de ceremonias con invitados de su altura, Peterson dedica en su libro semblanzas muy cercanas y personales a genios que pasaron por su vida, como Coleman Hawkins (un «enigma»), Lester Young (el «presi»), Ella Fitzgerald (una «leyenda»), Billie Holiday («misteriosa»), Anita O’Day (la «dama»), Roy Eldridge («speedy») o Charlie Parker, con quien grabó una jam session legendaria de la que da detalles.
«Empecé a caer en la cuenta de que dos de los solistas no tenían muchas ganas de tomar el relevo a continuación de los solos de Bird [...] Curiosamente, me pareció que Parker no llegó a advertir la aprensión de los otros dos. Parecía estar disfrutando de lo lindo, pues escuchaba a cada uno de los demás saxofonistas con gran atención, con la cabeza un tanto ladeada y el aprecio pintado en su rostro», escribe Peterson. «Los de la sección rítmica también disfrutamos a lo grande, por el reto que suponía tocar para cada uno de estos grandes músicos, por lo fascinante que resultaba evaluar su desempeño individual a medida que tocaban». Peterson habla como pocos de la música y sus misterios, y de la humanidad tras la magia.