El exentrenador del Real Madrid habla con admiración de la quinta del Buitre, con la que conquistó tres ligas
24 may 2013 . Actualizado a las 07:00 h.Leo Beenhakker (Róterdam; 2 de agosto de 1942) está, con Miguel Muñoz, en el Olimpo del madridismo. En tres años, ganó 3 ligas, una Copa del Rey y una Supercopa. Jugó tres semifinales seguidas de la Copa de Europa. Su equipo hacía fútbol-espectáculo. Hoy, es una enciclopedia del fútbol que respira fuerza, vida y ganas de seguir en la brecha. Un sabio. Un inmortal.
-Vivió la época de oro de Ramón Mendoza y la quinta del Buitre.
-Yo me llevé siempre muy bien con don Ramón. Mendoza era un genio, un superclase, un hombre muy inteligente. Lo recuerdo con mucho afecto, una
persona muy positiva. Los jugadores eran como sus hijos. Le costaba mucho prescindir de alguno. Yo también quería mucho a mis niños.
-¿Por qué se fue con tan buen palmarés?
-Quería regresar un tiempo a Holanda. El trabajo fue muy duro y los tres años que estuve trabajamos muy fuerte. Mi vida era 100% del Real Madrid. Vivía a cincuenta metros del estadio. Alcanzamos el máximo nivel en el segundo año y hablamos para renovar la plantilla. Luego, llegó el gran Milan y nos ganó. Eran mejores.
-¿Es difícil renovar un equipo?
-Los equipos de fútbol deben de renovarse cada dos años, se necesitan dos o tres caras nuevas. Cuando Ferguson ve que un jugador se relaja solo un poquito, va fuera. Es difícil porque son hombres que todavía juegan bien y hay buena relación con ellos. Ferguson decía que siempre puedes querer a un jugador pero no enamorarte de él. Cuando te enamoras, te cuesta mucho despedirlos. Yo quiero a Gordillo pero si estoy enamorado de él jamás podría venderlo. Me tocó decir adiós a Santillana, una institución: «Santi, perdóname, pero tengo otro que está mejor». Y a Camacho, el mejor capitán que tuve en mi carrera: «Oye, Jose, lo siento pero tengo otro que da más rendimiento al equipo, que está más vivo». Con Juanito, lo mismo. Mendoza, como diría Ferguson, estaba un poco enamorado de sus niños. Yo lo entendía a él, era un hombre fantástico, una persona diez. Cuando volví en 1991, como director técnico, me dijo que había que renovar el equipo. Hablé con Klinsman, me reuní en Milán con él y, cuando llegó la hora, le dije: «Presi, Klinsman está hecho, solo tienes que firmar y pagar». Ni firmó ni pagó. «No quiero cambiar, no quiero dejar fuera a mi niño (Butragueño)». La semana siguiente había quedado con Cantona y me imaginaba a aquella pareja de blanco. Era complejo renovar el equipo. Eso sí, que nadie me hable mal de Mendoza porque conmigo se portó siempre fenomenal.
-Tuvo una plantilla complicada. ¿Como hacía para entrenar a aquellos jugadores?
- Hay que conocerlos. Jamás tuve problemas con ellos. El trato profesional, técnico, solo es la mitad: la otra mitad, es conocimiento del grupo y relación humana. Una noche, nos fuimos a cenar Bern Schuster y yo, después de un partido, con nuestras mujeres. El estaba preparado para separar lo personal y lo profesional. En la cena yo era Leo. Al día siguiente, dijo «buenos días, míster» y entrenó como uno más. Siempre respetó mis decisiones, los cambios, todo. Cada jugador tiene su temperamento. Juanito tenía fama de conflictivo y, en cambio, resultó fantástico. Así fue con todos.
-Y cuando decidió sentar a Butragueño?
-Di la charla, la alineación y Emilio guardó silencio. Imagina la escena. Era su primera suplencia. Entonces, se acercó Míchel y me dijo al oído: «Joder, míster, qué cojones, ¿no?». Era una cuestión táctica de aquel día. No lo jubilé. Aquella noche ganamos al campeón de Europa.
-Buena relación. ¿Esa es la clave?
-Es el calor y el respeto que implica la relación entre jugador y entrenador. Siempre podían hablar conmigo. De lunes a viernes, la puerta estaba abierta, en el vestuario y en mi casa. Después del viernes, yo tomaba las decisiones. ¿Me entiendes? El equipo tuvo la grandeza de aceptar mi responsabilidad. Algún lunes hemos discutido, por supuesto. Así creamos un ambiente ganador, un auténtico equipo y todos estábamos bien con todos.
-Los hombres se ven en las dificultades.
-Sí. Recuerdo, por ejemplo, que jugábamos en Vigo y cuando íbamos a aterrizar nos dijeron que habían cerrado el aeropuerto por viento huracanado. Santillana estaba verde, tenía un miedo impresionante a los aviones. Volvimos a Madrid y Manuel Fernández Trigo había preparado la única solución, el coche-cama. Viajamos toda la noche, el tren paraba en cada pueblo, todo el mundo roto, agotado, llegamos al hotel, desayunamos a las once, el partido era a las cinco y Camacho pidió dirigirse a la plantilla. «¿Estáis cansados, no? ¿Y qué? ¿El equipo va a pagar porque alguien esté cansado? Estamos rotos y muertos pero no vamos a perder. Que lo tenga claro todo el mundo, que no vamos a perder, ¿vale?». Jugamos un partido horrible y ganamos 0-1. El mensaje fue claro: nadie puede fallar. Un equipo grande conlleva un proceso. La estructura del club, la organización, todo debe girar en torno al equipo. José Antonio Camacho era enorme. Algunas veces me decía: «Tranquilo, míster, de esto me ocupo yo».