Cuesta poner el foco en el partido Inglaterra-Rusia. Porque cuesta adivinar qué rayos se le puede pasar por la cabeza a los seguidores que horas antes dejaron en Marsella un sello de violencia incalificable. Cuesta creer que tengan un mínimo apego al fútbol. Más bien parece que esa sea la disculpa para exudar tanta aberración. Y es seguro que no entienden nada del significado de la palabra deporte. Solo suscitan vergüenza.
Pero, como en la canción de Queen, «the show must go on». En cuanto se puso el balón en juego, las miserias quedaron aparcadas y todo discurrió por el cauce que corresponde. Arrancó un partido en el que se enfrentaron dos estilos contrapuestos. Los ingleses juegan en una dirección y con una velocidad, alta. El suyo es un fútbol de líneas rectas y cero distracciones, quizás a veces falto de visión periférica. El de los rusos maneja dos variables. No renuncian a la posesión de balón, y siempre tienen la posibilidad del jugador boya que es el corpulento y fajador Dzyuba, presto a recibir, controlar y descargar.
A unos y otros les faltó sal y pimienta, especialmente en las áreas. Y se repartieron los puntos en dos acciones en las que los porteros no estuvieron muy finos.
CSi el partido se decidiese a los puntos, como un combate de boxeo, probablemente habría que dar una victoria muy ajustada a los ingleses porque arriesgaron más y crearon más oportunidades. La mejor, justo antes del tanto de Dier, no acabó en la red por una gran intervención de Akinfeev.
Inglaterra mandó en la primera parte. En la segunda, los rusos entendieron que presionando más arriba y alargando las posesiones incomodaban más a su rival. Pero con eso no bastaba, porque apenas pisaban el área de Hart. Encajaron el gol cuando parecían tener más control del partido. Y se encontraron con un premio que ya no esperaban en el tiempo añadido, en una acción en la que la retaguardia inglesa flojeó.