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La temporada se prepara para su quinto clásico, uno más si se cuenta el del pasado verano en Las Vegas, pero ya se conoce quién lo perderá: Ancelotti. Superado por Xavi en sus últimos enfrentamientos, la teoría del librillo antiguo, aquella que despidió con cajas destempladas a Del Bosque al día siguiente de ganar la Liga del 2003, sobrevuela el legado del italiano, que ha sorprendido por su afán a la hora de dejarse querer ante los cantos de sirena de la selección brasileña. Ni su experiencia de viejo tahúr, ni el oropel del banquillo que ocupa, ni los desafíos que le quedan hasta el próximo 10 de junio, cuando espera llegar a la final de la Champions, invitaban al técnico a responder con entusiasmo a los rumores sobre su llegada a la Canarinha. «Me encanta y me hace mucha ilusión», respondió como un niño que recibe su primer juguete.
Con contrato por otra temporada más, nadie se acuerda ya de su sabiduría ancestral para conquistar el doblete Liga-Champions de la pasada campaña, cuando en Europa dejó patas arriba a todos los rivales. Nadie consideró entonces un problema su manejo del eterno tridente de mediocampo que conformaban Casemiro, Kroos y Modric, ni abominó de la varita mágica con que transformó a Benzema en un goleador de Balón de Oro. Se abrazaba la mística de un entrenador de verdad, no como esos panenkitas de pizarra.
Pero en esta hoguera de las vanidades que es el fútbol, ahora todos parecen hastiados de su carácter (antes tranquilo, ahora indolente), el tono (siempre amable, pero quizá excesivamente apocado) y el sentido común que exhibe (que escondería falta de mando). Si sigue el camino del marqués, que luego guio a la selección española hacia cumbres inéditas, habrá que abrir el período de felicitaciones para Neymar, Vinicius y compañía, un paso más cerca de ganar el Mundial del 2026.