Nadal tiene una estatua en Roland Garros. A cada título en París, desde hace unos cuantos, le sigue un homenaje en pista a la altura de su descomunal palmarés. Los medios franceses lo ensalzan como si fuera uno de los suyos. Y lo que sorprendió el viernes es que lo convirtieran en uno de los protagonistas principales de la apertura de los Juegos. Pocos momentos de la ceremonia generaron semejante griterío en Trocadero. Aunque no encendiese el pebetero del globo del jardín de las Tullerías, suyo fue el papel estelar, recibiendo la antorcha de Zidane en el lugar central del espectáculo y llevándola hasta los Inválidos. A su lado, a su mayor gloria, lo arropaban Carl Lewis, Nadia Comaneci y Serena Williams.
Pese a la fuerza de los hechos, en España pervive una cierta actitud paleta y desconfiada, que insiste en que en Francia ven con resentimiento los éxitos de Nadal. Pero la realidad es que su historia de amor con París, cuyo desenlace está cerca de escribirse, es única en la historia del deporte.
Hace unos años circuló un vídeo viral en el que Nadal, en un interminable paseo por las instalaciones, se despedía de Roland Garros saludando a los empleados y responsables de varios departamentos. Con un cariño y una familiaridad que alimentan su imagen —infrecuente entre las estrellas— de chico educado y respetuoso. El martes, sin cámaras grabando ni postureos, los pocos periodistas que estaban en un Roland Garros todavía cerrado al público, vieron cómo Nadal completó el mismo ritual. Abrazos, conversación, sonrisas, calidez. Con todos. No es por eso por lo que Nadal es una leyenda, sino por su talento, su espíritu y su autocontrol en la pista. En París, además de ganar, ganar y volver a ganar, los franceses le han visto llorar, sufrir, caer y levantarse. Y le quieren.
Parece naïf, y lo es. En ese dulce relato, Nadal decepcionó a millones de personas, sobre todo en España, cuando se convirtió en embajador del tenis de Arabia Saudí. Pero nadie había pedido para él el Nobel de la Paz. Sigue activo, lejos de su mejor versión, porque ama el deporte, a costa de dejarse dolorosas derrotas por el camino. No le demos más vueltas, disfrutemos, como los franceses, del mito.