
Vingegaard intentó distanciar al líder a 74 kilómetros de meta, pero siempre encontró respuesta en la etapa ganada por O'Connor
24 jul 2025 . Actualizado a las 20:24 h.El fabuloso míster Pentland, entrenador del Athletic en sus dorados años treinta, explicaba una vez que un técnico, que le dirigió cuando era futbolista, desplegó antes de un partido una táctica infalible en la pizarra. Dibujó los muñequitos de su equipo, los del rival, y simuló los movimientos que tenían que hacer los suyos para ganar el encuentro. Perdieron por goleada. Cuando les preguntó enfadado qué es lo que había pasado, el más valiente contestó: «Es que, míster, en la pizarra los jugadores contrarios estaban quietos, pero en el campo se empezaron a mover en cuanto comenzó el partido».
Es así en todos los deportes, también en el ciclismo. La estrategia del Visma posiblemente era impecable, no ya en la pizarra, que no se usa, sino en la tableta o la pantalla del ordenador. Todas las avispas preparadas, zumbando, con el aguijón afilado, preparadas para picar y morir si hiciera falta. Cumpliendo las órdenes, arropando a Vingegaard, resguardándolo del viento, acelerando al ritmo más conveniente, en el Glandon, en la Madeleine, en Loze.
Pero es que el rival se mueve y es Tadej Pogacar, no un icono en la pantalla, y parece la sombra de Vingegaard, le sigue a todas partes, hasta la sala del control antidopaje si hace falta, y en el último momento arranca, cuando sabe que hace daño, para minarle la moral unos segundos más. Después pone una sonrisilla de conejo al entrar en la meta y se va a pedalear en la bicicleta estática mientras se wasapea con Urska, su novia, la versión moderna del «venga, cuelga tú», «no, cuelga tú», de las parejas de enamorados cuando los teléfonos tenían cable y para llamar al extranjero había que poner una conferencia.
«El equipo estaba trabajando bien, teníamos un plan excelente, intentamos atacar temprano y eso fue lo que hicimos, pero no pude recuperar el tiempo perdido», se lamentó Vingegaard. Y ya pueden poner a su servicio a todo un equipo, que además responde, o probar para La Loze la nueva bicicleta S5 de Cervélo, con manillar en Y, que según sus constructores permite dirigir el flujo de aire con la mayor precisión posible para limitar las perturbaciones aerodinámicas entre los muslos y el torso, que para el común de los mortales es como oír hablar en un idioma de las selvas de Singapur, porque al final siempre aparece Pogacar con el manillar de gaviota con el que ganó la cronoescalada para responder, sentado en el sillín, sin esfuerzo aparente aunque lo haga, y mayúsculo, y esa media sonrisa de decir, sin decirlo, que se divierte mientras los demás sufren como bueyes tirando del carro en pendientes imposibles, bajo lluvia o niebla.
«Ha sido brutal, cinco horas sobre el sillín», apuntó Vingegaard. «No estoy seguro de haber vivido nunca una etapa tan dura». Allí iba el líder, con su jersey amarillo, reluciente como el sol, observando las maniobras de los demás, ejercicios fútiles casi siempre, perdidos algunos en detalles menores, como los de Lenny Martínez, agarrado a un bidón para subir un puerto, ocho puntos de sanción en la clasificación de la montaña, donde ahora es tercero.
O viendo a Primoz Roglic, su compatriota, al que le arrebató la oportunidad de ganar su único Tour el día que empezó a coleccionar leoncitos de peluche del Credit Lyonnais, atacando en el Glandon, como un recién llegado al ciclismo, cambiándole la cara a la carrera en el primer puerto. Y seguía Pogacar a la silla de la reina mientras Vingegaard agrupaba a sus tropas y ordenaba zafarrancho de combate en la Madeleine, esa cima que coronó por primera vez Andrés Gandarias por equivocación.
«Debería haber esperado al siguiente, es la montaña más dura que he escalado desde que soy profesional», confesaba el vizcaíno en aquel entonces. El danés puso en fila al grupo y aceleró a 4,6 kilómetros de la cima, cuando aún quedaban 74 para la meta, con Kuss como punta de lanza y Lipowitz agarrándose al podio como un gato a las cortinas. Y poco después ataca Vingegaard para quedarse en el mano a mano habitual, pero cogen a los de delante, esperan a los de atrás y la carrera vuelve a cambiar de arriba abajo, porque el prometedor Onley, que parecía que perdería una minutada, o Lipowitz, que navegaba entre dos aguas con el tercer puesto en peligro, se rehicieron en el descenso y en el llano, donde los líderes se hacían los remolones, y allí se lanzó el australiano Ben O'Connor, con el colombiano Einer Rubio, para intentar ganar la etapa.
Y como entre los grandes, que también son humanos, se cansan y acumulan la fatiga de dos semanas y media, se firmó la tregua del río Isére, a los pies de la estación de esquí de Courchevel, O'Connor, que dejó a su acompañante, sufrió primero y disfrutó después, para llevarse la gloria de la victoria de etapa, y en el último ataque de Vingegaard llegó la respuesta fulminante de Pogacar que le volvió a arañar segundos y también, sorpresa, la de Onley, solo 22 años, que se queda a otros tantos segundos del podio. Acaba el día y habla Pogacar: «Mantendremos el mismo enfoque e intentaremos sobrevivir otro día», dice, y se olvida de los otros 160 que de verdad sobreviven, algunos con cinco horas más sobre la bicicleta.