Un okupa en Lalín que se ganó el respeto y el cariño de los vecinos

Rocío Perez Ramos
Rocío Ramos LALÍN / LA VOZ

LALÍN

Miguel Souto

Su situación preocupa ante la llegada del invierno y piden ayuda para que pueda tener un empleo, estable donde cobre siempre, y un piso para vivir

07 dic 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Laurentiu Anchidim-Vasile (Rumanía, 1976) lleva muchos años en Galicia. Al menos, dice, más de veinte, de los que gran parte los pasó residiendo en el municipio dezano de Silleda y los últimos ya en Lalín. Desde hace unos meses, su situación personal y laboral fue de mal en peor y a sus 48 años acabó en la calle.

Su hogar desde el pasado agosto, si queremos darle ese nombre, se encuentra en un pequeño bajo en obras en la calle Álvaro Cunqueiro de Lalín. Está en un edificio, propiedad de la Sareb, cuyo esqueleto vacío va acusando el paso de años de abandono. Los ladrillos continúan salpicados con las huellas de los grafitis que decoran parte de la estructura, obra de grupos de jóvenes, que reconoce Laurentiu, solían andar por allí.

Desde que está él como okupa, el edificio recibe menos visitas y se ve que su presencia disuadió a las pandillas que se encontraron con que ya no estaban solos en ese espacio abandonado. Durante el verano, señala Laurentiu, «trabajé desbrozando aquí», mientras señala el terreno que se encuentra delante de la urbanización inacabada. El trabajo acabó y a falta de otro sitio donde vivir se resguardó en el bajo. Un refugio que apenas consiste en cuatro paredes de ladrillo visto, abiertas por la parte de arriba porque no está cerrado del todo y el hueco donde iría una puerta, de momento inexistente.

Mientras hablamos pasa algún residente en el entorno y se saludan efusivamente. Son sus vecinos los que expresaron su preocupación por este hombre que lo que quiere es poder tener un trabajo con el que ganarse la vida y que le permita salir de esta situación.

Tanto a él como a sus vecinos les preocupa la llegada del invierno y el bajón de las temperaturas. Laurentiu se santigua invocando a Dios pidiendo que no haga mucho frío. Al menos, dice, «no será como en Rumanía porque si no me moriría aquí». Agradece la preocupación de la gente del barrio, «que me ayudan a veces y me trajeron alguna ropa», pero cree que «nadie me va ayudar a mí, que soy una persona sola y no tengo familia».

Después de tantos años en tierras gallegas y mucho tiempo trabajando para empresas de desbroces, Laurentiu lo único que desea es un empleo. Para subsistir depende de algunas personas que lo conocen y que pasan de vez a buscarlo para llevarlo a trabajar. Como temporero va sacando para comer, aunque confiesa que no siempre le llega. El jueves le quedaban unas monedas en el bolsillo «y mañana (por ayer) es festivo y no hay trabajo». Antes de este refugio lalinense su última casa estuvo en Camposancos.

Para subsistir, cuenta, «voy al cura y a la asociación para que me den alimentos, pero tienen muchas familias que atender» y entiende que «tienen prioridad los que tienen niños, como es normal, y yo no tengo a nadie». Se casó muy joven, casi adolescente, y «el dictador me mandó como a todos al ejército a hacer el servicio militar, que era obligatorio, y o te ibas o te metían en la cárcel». Estuvo más de un año. «Fui en enero cuando más frío hace» y estuvo cavando zanjas con cientos de soldados en hilera.

Sin familia

En el ejército recibió la petición de divorcio de su mujer, que no quiso firmar hasta salir de allí y vivió como una traición. En Galicia está solo. Tiene una hija de 29 años, «que vive en Barcelona», y con la que no tiene relación. «Mi padre murió y en Rumanía quedó mi madre, que no sé si está viva o si está muerta» y tiene dos hermanas en Alemania «pero no tengo teléfono», explica.

Los años de abandono del edificio en esqueleto en el que vive hace que «a veces se caiga alguna piedra». Asegura que tiene permiso para estar allí «porque una vez vino por aquí uno del banco y hablamos y me dejan estar». Su presencia ayuda también, de forma indirecta, a que el edificio esté más protegido de posibles actos vandálicos y Laurentiu solo ocupa para dormir y refugiarse un pequeño espacio. En la explanada de la fachada del edificio hace alguna pequeña hoguera que vigila constantemente, para hacerse la comida o calentar algo.

Aunque «trabajé mucho» no siempre le pagaron y se encontró, afirma, con gente que le daba muy poco o aún le debe dinero. Sus vecinos piden ayuda para él, de quien pueda proporcionarle un empleo en el sector forestal o una granja, que le permita salir del bache. La vida le maltrató y sufrió un amago de infarto y una operación de hernia discal. Cuenta que no cobra ninguna ayuda: «Aquí hace frío, el problema sería si tuviera un hijo y familia, pero estoy solo». Y ante esa soledad y vulnerabilidad surge la llamada de socorro de sus vecinos.