Precios disparados y la entrada de la mujer al mercado laboral: así era nuestra economía en 1975
Cincuenta años después de la muerte del dictador todavía persiste el mito de que «se vivía mejor». Sin embargo, los datos sobre salarios, empleo, vivienda y derechos de las mujeres muestran que España ha avanzado enormemente desde aquella economía marcada por desigualdad, escasez y restricciones sociales
El pasado mes de octubre, el Centro de Investigación Sociológica (CIS) preguntó a los españoles cómo valoraban los años de dictadura franquista para nuestro país. Más de un 20 % de los encuestados —cuyos datos no se desglosan por edad— calificó aquella etapa como buena o muy buena para España. Cuando se cumple medio siglo de la muerte del dictador, todavía sobreviven mitos encapsulados en una frase: «Con Franco se vivía mejor». Quienes apuestan por sostener semejante argumento olvidan deliberadamente aspectos como la represión, la censura, los derechos negados a las mujeres y a las personas homosexuales o la ausencia misma de democracia, de poder elegir. Y tienden a escudarse en lo económico. En la idea de que nuestra economía despegó con el franquismo, que los salarios eran mejores, que había más vivienda y, en general, en que las posibilidades de desarrollo vital eran mayores. Sin embargo, los datos cuentan otra historia. Los españoles no vivían mejor antes del 20 de noviembre de 1975. Tampoco en lo económico.


La economía franquista que salió de la Guerra Civil dejó a una España catatónica. Fueron los años del hambre, del racionamiento y de la escasez de los productos más básicos. Lo eligió voluntaria e ideológicamente Franco: decidió para su país la autarquía, un modelo que aislaba a España del comercio exterior y de la inversión extranjera. El régimen empezó a arrepentirse en la década de los sesenta, una época que los libros de historia califican de desarrollismo. Liberalizado el mercado, nuestro país creció a un ritmo desconocido hasta entonces. Es lo que se llamó «milagro económico español», que, en realidad, formó parte del milagro económico europeo al que España se sumó tarde y forzada por la evidencia. Es cierto que hubo un gigantesco salto en términos de PIB, pero también que el punto de partida era extraordinariamente bajo.
La foto laboral de 1975 lo deja claro: España seguía siendo, en buena medida, un país agrícola e industrial. Casi una cuarta parte de los trabajadores estaban empleados en el campo y más de un 27 % en la industria, mientras que el sector servicios apenas concentraba el 38 % del empleo. Medio siglo después, el paisaje es irreconocible. Los servicios absorben hoy tres de cada cuatro puestos de trabajo, la agricultura se ha reducido a un 3,7 % y la industria apenas supera el 13 %. El país que salió del franquismo era una economía a medio hacer: convivían los primeros síntomas de modernización con enormes lastres heredados de décadas de aislamiento, atraso y desigualdad. El actual, en cambio, se parece mucho más a cualquiera de las economías avanzadas de Europa; una convergencia que ha traído los avances más evidentes, pero también vulnerabilidades nuevas.

El año en el que murió Franco, España estaba inmersa en la crisis del petróleo. Los precios internacionales se dispararon, encareciendo la energía y aumentando los costes de producción, mientras la inflación ya presionaba los salarios y erosionaba el poder adquisitivo. Según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en noviembre de 1975 los precios habían subido un 13,8 % respecto al año anterior (usando como referencia el valor del dinero en el 2021).
Aunque partía de tasas bajas, el desempleo se disparó casi un 80 % en términos interanuales. En general, los datos de la época presentan un paro ínfimo, que rondaba el 4 o el 5 %, pero no reflejaban la realidad. No contabilizaban a las mujeres, relegadas al hogar y excluidas durante años de la población activa. Tampoco reflejaban el subempleo masivo en el campo, donde miles de jornaleros malvivían con trabajos esporádicos. Y, sobre todo, ignoraban el éxodo laboral, que drenó todavía más la población activa: entre 1960 y 1967, 1,9 millones de españoles tuvieron que emigrar a otros países europeos en busca de trabajo —la mitad como temporeros—, y entre 1968 y 1972 lo hicieron otros 1,2 millones.

La brecha salarial entre hombres y mujeres es una evidencia contrastada. En el 2022, últimos datos consolidados, ellas cobraron un 8,7 % menos que ellos. Bajo el franquismo, esta diferencia ni siquiera se podía medir: la desigualdad no estaba en el salario, sino en la posibilidad misma de trabajar.
Según las estadísticas del INE, en 1975, más de nueve millones de personas se dedicaban a las labores del hogar, y todas —literalmente— eran mujeres. Apenas representaban el 19 % de la fuerza laboral del país. Su día a día transcurría entre la cocina, el cuidado de hijos y familiares, y tareas invisibles para las estadísticas oficiales, mientras la economía avanzaba a su alrededor sin contar con ellas. Medio siglo después, aquella proporción se ha más que duplicado: el 47 % de la fuerza laboral son mujeres, una transformación silenciosa que cambió no solo la economía, sino la propia estructura social y las expectativas de generaciones enteras.

La estadística muestra perfectamente que la incorporación de la mujer al mercado laboral se produjo a partir de la Transición. En la población activa de la época el grupo de edad mayoritario era el de las más jóvenes, las veinteañeras. Medio siglo después, los datos del 2025 muestran que el grupo más numeroso de la población activa femenina se encuentra entre los 40 y 49 años, señal de que su participación se ha normalizado y consolidado en la economía.

Meses antes de morir, Franco reformó el Código Civil. Tras décadas de restricciones, las mujeres pudieron, por fin, abrir una cuenta bancaria a su nombre sin necesidad de que su padre o su marido se lo autorizara. La llamada licencia marital desaparecía, eliminando uno de los últimos obstáculos legales que limitaban su independencia económica. Hace apenas 50 años, España todavía negaba a las mujeres un derecho tan básico como disponer de su propio dinero.


Según el CIS, el acceso a la vivienda es la principal preocupación de los españoles. Especialmente para los jóvenes, que se enfrentan a la titánica tarea de ahorrar la suficiente cantidad de dinero para dar la entrada de una hipoteca en medio de salarios ajustados y alquileres disparados. La dificultad no es nueva: en 1975, hacía falta ahorrar 11,1 veces el salario mínimo para convertirse en propietario; hoy, esa cifra ha subido a 13,9.

Durante la dictadura, la política de vivienda estaba lejos de resolver las necesidades de la población más vulnerable. Franco no inventó las viviendas de protección oficial, que ya estaban contempladas en la Ley de 1911, y la Ley de Viviendas de Rentas Limitadas de 1954 apenas permitió construir, siguiendo criterios actuales, unas 735.400 viviendas en 36 años para personas con bajos recursos. La situación era especialmente dura en las grandes ciudades: inmediatamente antes de la muerte del dictador, Madrid contaba con más de 30.000 chabolas donde vivían al menos 100.000 personas.

No es que la dificultad para acceder a una vivienda haya permanecido inmóvil durante medio siglo. Por el camino, la generación que alcanzó la adultez con la burbuja inmobiliaria de principios de los 2000 tuvo muchas más facilidades para comprarse una casa. Cada año se construían cientos de miles de viviendas, y adquirirlas era relativamente sencillo gracias a un crédito abundante que las entidades bancarias ofrecían sin demasiadas restricciones a los futuros propietarios.


Según el Banco de España, en 1975 el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) era de 100.800 pesetas al año, unas 8.400 al mes, equivalentes a unos 50 euros. En el 2025, un trabajador que cobra el SMI recibe 1.184 euros al mes en 14 pagas, un incremento nominal de más de 2.600 %. La diferencia es abrumadora, pero para entenderla hay que ponerla en contexto: la inflación acumulada desde entonces ha sido de alrededor del 1.400 %, lo que refleja cómo han subido los precios y los costes de la vida. Aun así, el salario mínimo de hoy permite un poder adquisitivo muy superior al de los últimos años del franquismo.

La cesta de la compra que el INE utiliza para calcular el IPC es un reflejo curioso de cómo ha cambiado la vida en España. En 1975 incluía productos que hoy resultan casi anacrónicos, como el tabaco para pipa, mientras que muchos bienes de uso cotidiano eran inexistentes o inaccesibles: alimentos preparados para bebés, anticonceptivos —prohibidos en aquella época— o pruebas de embarazo domésticas. En el 2025, la cesta refleja también hábitos modernos y globalizados: pizza, marisco —antes un lujo—, servicios postales, telefonía móvil, cámaras y ordenadores personales.

Uno de los símbolos del desarrollo de la España franquista fue el SEAT 600. Entre 1957 y 1973 se fabricaron más de 794.000 unidades, un verdadero icono de la motorización popular que transformó la vida cotidiana: permitió que muchas familias pudieran desplazarse con libertad, acceder a trabajos más lejanos y disfrutar de pequeños viajes que antes eran impensables. Apenas dos años después, en 1975, un SEAT 133 fue elegido coche del año por la Asociación Nacional de Usuarios de Automóviles; su precio, 133.000 pesetas, equivalentes a unos 798 euros actuales, lo hacía aún un bien relativamente accesible para la clase media de la época.

El certamen que reconocía al coche del año desapareció con el tiempo, pero la comparación con la actualidad es reveladora: en el 2024, el coche más vendido en España fue un Dacia Sandero, fabricado en Rumanía. Se vende nuevo por 13.900 euros.
Este reportaje ha sido elaborado con información de las siguientes fuentes: Instituto Nacional de Estadística (INE), Ministerio de Trabajo y Economía Social, Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE), Fundación de las Cajas de Ahorros (Funcas) y Hemeroteca de La Voz de Galicia.