Los psiquiatras y psicólogos que han evaluado a José Bretón concluyeron que no presentaba ningún trastorno psicológico, ni enfermedad mental. Al mismo tiempo señalaron rasgos obsesivos de personalidad, lo definen como controlador y escrupuloso, así como emocionalmente frío. Ponen el acento en su ausencia de sentimientos, al mismo tiempo que destacan su mirada amenazante (no parpadea) e intimidatoria. Bretón no se divide subjetivamente y aparenta una total ausencia de conciencia moral. Esta es la descripción, paradójica, que se hace de un hombre supuestamente sano. Pero este hombre que no se altera en el escenario del crimen, ni en los interrogatorios, no es verdad que sea incapaz de manifestar sentimientos. Muy al contrario, es un hombre dominado por una pasión: el odio.
José Bretón es un sujeto profundamente patológico. Solamente la confusión entre trastorno e imputabilidad puede llevar a decir que no es un trastornado. Es un trastornado aunque su patología no le exime ni de la ética ni de la responsabilidad penal. Cualquiera puede entender que matar a alguien, más aun a los propios hijos, no está al alcance de una mentalidad normal. Y no siempre un psicótico delira.
La clave del acto de José Bretón puede dárnosla un suceso anterior de su vida. De vuelta de su servicio militar en Bosnia-Herzegovina estableció una relación de pareja con una chica. Ante el abandono por parte de esta, él se intentó suicidar. El abandono de la madre de sus hijos supone una repetición de lo imposible de asimilar. El abandono de una mujer suscita en Bretón el odio más intenso que, en este caso, ya no se dirige contra sí mismo. Ahora buscó, como Medea, provocar en quien lo dejó una herida imposible de cicatrizar.