
Todos los españoles -incluidos los que están en primera línea de combate- se enteraron por televisión de que el Gobierno tiene un plan. O no se enteraron. Porque las explicaciones del presidente del Ejecutivo fueron tan teatrales como incongruentes. Después de la alegría inicial por la sorpresa de que algo se movía, solo han servido para generar, en el mejor de los casos, incertidumbre y desasosiego. Y en el más realista, rechazo y decepción.
Que la forma de comunicar no se sostiene ya había quedado claro desde las primeras comparecencias, con un tono paternalista que quiere ser empático y resulta ampuloso. Pero el martes empeoró, no ya por la forma de hacerlo, sino por el menosprecio a todos los que son parte activa en la solución. Ni siquiera fueron escuchados quienes tienen que gestionar en su territorio la sanidad y la economía, ni quienes tienen que votar en el Congreso algo tan grave como la continuación del estado de alarma.
Y así se han impuesto principios que nadie comparte, porque atentan contra la razón. El criterio provincial, por ejemplo -algo superado en la mentalidad española desde hace décadas-, ha resucitado con todas sus contradicciones. Ya no es solo que el vecino de Padrón (A Coruña) no pueda cruzar el puente que le une a Pontecesures (Pontevedra) aunque las dos provincias lleguen a estar al mismo tiempo en la fase 1. Es que después de dos meses de confinamiento se seguirá impidiendo el reencuentro familiar, con todo el dolor que está causando a millones de personas.
Pero si eso es una incongruencia que no se puede escudar en la contención «provincial» del virus, mucho más preocupante es la situación en que se deja a cuantas empresas y autónomos necesitan abrir sus puertas al público para trabajar. Ya han pasado el calvario de más de un mes sin actividad. Bastantes se han ido a la quiebra. ¿Y los que quedan? ¿Se arriesgan a hacer obras en medio de la incertidumbre para adaptarse a no se sabe qué ni tampoco cuándo? ¿Pueden sobrevivir sus negocios en estas condiciones? ¿Van a asumir más pérdidas y a endeudarse más? ¿Tienen algún motivo para confiar? No. Les puede suceder lo mismo que a los afectados por los ERTE, que esperan sin cobrar, a pesar de las buenas palabras de la ministra de Trabajo.
Nadie merece un Gobierno que se pliega a lobbies como el del fútbol y solo da palabras, demoras e imposiciones a todos los que dependen de su trabajo para vivir. Ni se entiende a una oposición que se limita a lamentarse de que no le escuchan. Ni se puede aceptar una sola prolongación más del estado de alarma cuando se abusa de él postergando derechos ciudadanos e imponiendo el trágala al resto de instituciones.
Con la excepción de los barones socialistas, que han enmudecido en sus confortables residencias -quizá porque tampoco se reconozcan en este PSOE dependiente del populismo-, miles de voces están advirtiendo de la deriva. Numerosas asociaciones profesionales y agentes sociales revelan su desacuerdo. Y todos los confinados han entendido algo entre tanta confusión: no es a la nueva normalidad adonde nos dirige este plan. Es al nuevo caos. Rectifíquenlo.