El verano

Miguel Salas V

FERROL

14 ago 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

olver a Cobas y encontrarse con lo de siempre supone una fuente de felicidad: familia y amigos siguen bien; no se le puede pedir más a la vida. Los paisajes, idénticos año tras año -aunque disminuya el número de vacas y aumente el de caballos, quién sabe por qué- son un bálsamo para el espíritu, que ha sido siempre conservador y, aunque se divierta con los cambios, se encuentra a sí mismo en la continuidad de lo conocido.

Cumplido el ritual de los saludos, llega para mí el mejor momento del verano -que es, de alguna manera, otro reencuentro-: sentarme frente a la estantería de mis viejos libros y encontrar uno para releer. Si meses de vacaciones de la época escolar han de dedicarse siempre a descubrir grandes clásicos, gordotes y absorbentes a ser posible -El conde de Montecristo, La montaña mágica o Fortunata y Jacinta son, por ejemplo, magníficas elecciones- a partir de cierta edad -así me lo avisaron siempre lectores más viejos y experimentados- surge, quién sabe de qué profundidades, la necesidad de volver a las lecturas que nos entusiasmaron de jóvenes. Ya llevo un par de veranos prescindiendo de descubrir novelas para poder regresar a mis favoritas: supongo que es un síntoma de la edad.

Este año he elegido Los Miserables, de Victor Hugo. Las grandes obras nunca se leen dos veces de la misma manera. Estoy seguro de que las aventuras de Jean Valjean volverán a clavarme en el sillón, como hace más o menos veinte años.