Acaba de venirme ahora mismo a la memoria, no sé por qué, aquel día, un tanto lejano ya, en el que el Campus Universitario de Esteiro, en medio de majestuosos árboles traídos casi todos ellos de otras tierras, inauguraba, junto a los magníficos edificios que antes habían pertenecido al Hospital de Marina, el busto que rinde homenaje a Gonzalo Torrente Ballester. Allí estaba, rodeado por el afecto de todos, en los jardines de la Universidad, el propio Torrente, que sonreía mirándose a sí mismo no frente a un espejo, sino ante una cabeza de bronce alzada sobre un pedestal de un granito que parece mármol. Y que se preguntaba, irónico, señalando la nariz de la escultura con su bastón -probablemente el mismo bastón que en Sevilla había despertado la admiración de Borges-, qué estaba haciendo él sobre una piedra labrada, tan inmóvil y tan alto y tan frío, en medio del jardín. Nona Inés Vilariño, que entonces era la concejala de Cultura y que acompañaba al escritor, comentaría, más tarde, que, con independencia de toda ironía, lo que Torrente estaba, en el fondo, era encantado. Fundamentalmente, porque estaba viendo que el Ferrol en el que él había nacido, el de los grandes matemáticos y los grandes barcos y las grandes magias, tenía, por fin, una universidad. A Ferrol, que está donde Europa comienza y que siempre ha sido fértil en grandes contadores de historias, habitantes de ese eterno presente de los libros que es una forma más de eternidad -de José María López Ramón a Esperanza Piñeiro y a Escrigas y a Llorca, de Mario Couceiro a Carlos Vidal, de Carballo Calero y de Ramiro Fonte a Xohana Torres y a Vicente Araguas y a tantos otros-, la universidad le ha dado mucho. Y Ferrol le ha dado mucho, a su vez, a la universidad. Una universidad cuyos estudiantes y profesores (bueno, gran parte de ellos...) pasan cada día ante el busto de Torrente, que siempre les cuenta algo sin mover sus labios de bronce, sin necesidad de hablar. A mí me hace muy feliz que Ferrol, el día de San Julián, vaya a decirle, a la universidad, gracias. Y que ese mismo día vaya a darles las gracias, además, a Luis Mera Naveiras, que dejó siempre a un lado sus propios sueños para dedicar la vida a hacer posibles los sueños de los demás; a José Manuel Couce Fraguela, que con la música abrió un camino que va desde el Mondoñedo de Cunqueiro hasta el mar navegado por las barcas de piedra; a la rondalla Bohemios, una auténtica bandera de la ciudad en la que mejor se canta del mundo entero; y al siempre recordado Juan María Abeledo, que, poniendo en peligro su propia vida, rescataba del Océano a aquellos a quienes las olas, a veces tan traicioneras, querían robarles el alma para que no pudiesen volver jamás. Gracias, sí, dice Ferrol. Y yo, si me lo permiten, también.