En una entrevista le preguntaron al director de la RAE, el gallego Darío Villanueva, qué quería ser él de mayor cuando aún era un niño que jugaba en las plazas de Lugo. Él contestó que solo quería ser niño, que no pensaba en ninguna otra cosa. Ni cosmonauta, ni bombero, ni futbolista. Quería ser un niño. Es decir, quería jugar, leer cuentos, ir al colegio y gozar de esa enorme y envidiable irresponsabilidad que se nos escapa para siempre con la niñez. Se ve que el señor Director de la RAE fue ya un sabio desde la infancia.
Nada más terminar la entrevista, me encuentro en otra cadena con un concurso musical muy popular en el que cantan niños..., tal como si fueran adultos. No cantan como niños que son, sino que lo hacen como si fuesen hombres o mujeres con muchas tablas detrás y con una gran experiencia de la vida sentimental. Adoptan posturas tan estudiadas que resultan casi ridículas; engolan la voz, endurecen la mirada, mueven las caderas... Y todo ello, porque cantan canciones que no son propias de niños. Al contrario, son canciones de adultos, que hablan de amor, de suspiros por labios, besos y abrazos. O que glosan duros fracasos amorosos, situaciones angustiosas de desamor. ¿Qué tiene que ver un niño o una niña de ocho o nueve años con todo este ritual del complicado mundo de los adultos? Y la culpa no es de los niños que, además, mayoritariamente suelen cantar muy bien. La culpa es de quienes los exhiben impúdicamente para ganar televidentes y poder presumir de una alta audiencia. Claro que mayor culpa aún tienen los padres que entran en ese juego comercial tratando a los hijos como mercancía de entretenimiento. Y hay que ver cómo lloran de emoción cuando su niño está en el escenario, y cómo se abrazan efusivamente cuando su pequeño héroe pasa a la siguiente ronda del concurso. Así que hay varios responsables de este despropósito, sin olvidarnos tampoco del jurado: personajes con un prestigio ganado en la historia de la música pop española, que también lloran, emocionados, a la primera de cambio. No puede ser, aquí hay algo que chirría, que no encaja, que está fuera de lugar. Un niño, en público, tiene que cantar bien... canciones de niños, que, además, deben ser, también, sus principales destinatarios. Lo curioso es que esto ya se hizo, con éxito, en televisión. Serán muchos los que se aún se acuerden de aquel programa estupendo para los niños de los años 80, que se titulaba Juguemos a cantar. También era un concurso, con lo que eso supone de interés para la audiencia, que crecía a medida que avanzaban las semanas. Y, fíjense qué raro, ¡los niños cantaban canciones para niños!
Y es que los niños de hoy, aunque parezcan distintos a los de antes, en realidad no lo son tanto, por lo menos desde el punto de vista de su formación cultural y humana. Debemos fomentar su gusto por la música, por el teatro, por la pintura, por la lectura. Pero debemos saber que para que lleguen a disfrutar de estos pilares básicos en su educación, se necesitan paciencia y constancia, un hábito de quietud y sosiego, cierta actitud de contemplación. Es decir, lo contrario de ese exhibicionismo improcedente al que son sometidos estos niños, imitadores sin sentido de grandes estrellas de la canción. Que los dejen ser niños, que es mucho más importante.