Mañana, miércoles, día 28, se cumplen cuarenta años de la constitución de las Cortes Constituyentes. Lo recuerdo con emoción. El Congreso era un hervidero. La Pasionaria, por edad, presidía la sesión. Impecable en su aspecto, entró del brazo de Rafael Alberti, que miraba, la cabeza erguida, como si buscase el vuelo de la paloma, que ese día no se equivocó. Se detuvo, para señalar que la paz, por fin, era posible. No hubo sectarismo alguno en las relaciones personales. Suárez sonreía y estrechaba manos, a derecha e izquierda, con un apretón (que conozco bien) en el que buscaba transmitir la convicción y la seguridad de que la fuerza de su proyecto democratizador radicaba en su capacidad de sumar. Un joven, pero muy seguro, Felipe González recorría el espacio con una mirada franca y directa que anunciaba un brillante futuro y un tiempo sin rencores enquistados. Fraga transmitía seguridad y, frente a la lógica frustración por los resultados electorales, la convicción de la importancia de su presencia que, sin duda, la tenía. Santiago Carrillo, con gesto de pícara complacencia, desafiaba cualquier recelo a base de cordialidad. En el ambiente se respiraba la ilusión del cambio que era ya más que una posibilidad. Y entre las voces, una se impone a las demás: reconciliación. Y fue posible. Por eso, para ganar el futuro, España necesita que los que pretenden reducir a cenizas el legado de la Transición, no apaguen con su intolerancia la voz de quienes creemos que los cambios no se forjan sobre la voladura controlada de nuestras raíces y nuestros principios… Sino sobre ellos.